Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

Eduquemos a los niños y no será necesario castigar a los hombres.

Pitágoras.

En el destrozado Japón de postguerra, se fortaleció́ la idea de que los estudiantes universitarios realizaran, antes de recibir su diploma, una serie de internados o períodos de práctica en actividades y roles sociales que precisamente no fueran los propios para así aprender experiencialmente de las muy diversas esferas que conforman a aquel país. Fue entonces como estudiantes de medicina o economía pasaban un semestre o dos en las zonas rurales del Imperio, atendiendo pasturas y ganados; templos y monasterios budistas, taoístas o sintoístas alojaban a estudiantes de veterinaria o química para ensenarles como era la vida religiosa de intramuros, y futuros ingenieros o artistas acompañaban a los pescadores de aguas profundas por un par de meses en altamar. La brillante idea rectora detrás de estos ejercicios experienciales, que en verdad no sé si continúan en el Japón actual, era que un profesional debe pulir su educación nutriéndose y siendo consciente de las diversidades de estilo de vida de sus conciudadanos, aumentando su visión de gentes y oficios a los que terminará sirviendo de una u otra manera, viviendo en carne propia los desafíos y problemáticas de quienes no son como él o ella ni están en su esfera de ejercicio.

En la práctica psicológica moderna existen aproximaciones similares al ejemplo antedicho, como el cambio de roles o role play y las “prácticas”, reenactments o rehearsals que ayudan a los pacientes a explorar los pensamientos, posturas y sentires de los demás cuando uno intenta ponerse en el zapato del otro. También, desde el Existencialismo psicológico y filosófico, hablamos de epistemología experiencial, concepto que señala el valor de la experiencia como generadora y ampliadora de conocimientos. A veces yo utilizo los cambios de roles con propósitos educativos, por ejemplo, permitiendo que algunos de mis alumnos universitarios salgan de su rol típicamente pasivo-auditivo y se transformen en profesores, es decir, en individuos que declaran y sostienen activamente sus ideas y opiniones ante el grupo. Otras veces el motivo es terapéutico cuando, digamos, le pido a una madre o a un padre que “baje” (físicamente hablando) al lugar de sus hijos pequeños para darse cuenta qué tan distinta es la visión infantil de las cosas y del medio ambiente y qué grande se ve todo desde “abajo”.

Confieso que otras veces fantaseo con la idea de realizar cambios de roles forzados, también con fines terapéuticos y educativos para beneficio de la sociedad toda. Entre otros, sacar a los políticos de Albany, Washington y otras capitales disfuncionales de nuestro hermoso y maltratado país para reubicarlos por un añito o dos en las escuelas más humildes de Estados Unidos, cortándole todos sus beneficios y prebendas y hasta el abono escolar que algunos siguen empeñados en quitar. Dejarlos sin seguro de salud por cinco años para ver cómo se las arreglan si las enfermedades que azotan al desprotegido resto de sus congéneres les empiezan a carcomer sus hígados, huesos o riñones. A los niños y jóvenes que les dejen sus asientos y pupitres los enviaría –en las elegantes limosinas y carros oficiales de funcionarios y políticos– a los hiperornamentados edificios donde siguen calentando la cola desde hace largos años, transformándolos en centros educativos de excelencia. Claro está que para ello haría antes un “enroque” entre los presupuestos de Defensa y de Educación, porque mientras haya más soldados que maestros y más armas que libros seguiremos siendo una sociedad belicosa, belicista y exportadora de guerras, pero muy poco sana y educada.

Ya que estamos en tanta ensoñación de cambios radicales (soñar no cuesta nada y hasta tiene efectos terapéuticos si no exageramos), a los políticos y su corte de asesores y cabilderos (lobbyists) los “invitaría” a completar unas 500 horas de servicio comunitario, por supuesto, no en sus lugares de origen sino en el Harlem Negro o Hispano, en el sur del Bronx, en las humildísimas reservaciones indígenas del Oeste, o en la América blanca rural y empobrecida, así pueden vivir en plenitud la experiencia multicultural y multiétnica de nuestra nación. ¿No le parece bien, ya que estamos, enviar a racistas, xenófobos y alarmistas a reemplazar a las cuadrillas que siembran y cosechan silenciosa e injuriadamente a lo largo y ancho del país, agachados 12 horas por día? A los niños y jóvenes que han dejado la escuela para ayudar a sus padres a sobrevivir en campos y factorías por doquier, enviémoslos de nuevo a los colegios porque un joven sin educación es un adulto a medias y, en su lugar, pongamos a recoger verduras y frutas a tanto hombre que está encarcelado básicamente para engordar un sistema perverso del que ya he hablado hasta el cansancio. Además, necesitamos el espacio carcelario para tanto pedófilo sermoneador, tanto criminal corporativo y tanto bandido financiero que sigue haciendo de las suyas en Wall Street o en los private equity firms

El propósito detrás de estos cambios de roles, más que punitorio, es sencillamente educativo: otro gallo cantaría si cada uno se pone en el zapato del otro antes de tirarle el propio por la cabeza o antes de descalzarlo tan cruelmente. Como un terremoto axiológico que recompone lo dañado y pone a los malsanos a trabajar en serio, estos cambios con los que fantaseo sirven, acaso, para compartir con ustedes el sueño de un mañana más justo y equitativo en el que ningún niño se queda sin ir a la escuela porque un funcionario le robó su boleto de transporte o deportó a sus padres, en el que a ningún joven se lo encarcela para llenar de plata a la empresa que regentea el centro de detención en que el pasará los próximos 10 meses, en el que ningún adulto se quiebra la espalda 12 horas al sol para que usted y yo comamos rabanitos o lechuga, en el que ninguna persona tenga que dejarse morir porque los fantoches de Washington disponen del dinero suyo y mío para aventuras espaciales y tecnologías bélicas que nadie necesita, y para proteger bancos y empresas sin bandera que invierten 10 miseros centavos en nuestras comunidades y se guardan 90 en el hondo bolsillo de su inmoralidad.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y educador público. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.