Por Juan Carlos Dumas, PhD.*
La victoria más difícil es la victoria sobre uno mismo.
K’ung Fu-Tse, 500 a.C.
1.300 millones de habitantes. El tercer país más grande del mundo luego de Rusia y Canadá y su segunda economía detrás de los Estados Unidos. Una cultura milenaria que, salvo contadísimas excepciones, no se ha involucrado en guerras foráneas, salvo las limítrofes, ni ha reclamado territorios allende sus fronteras luego de su consolidación definitiva como país, excepción hecha del Tíbet. A sus 56 grupos étnicos los gobierna un rígido sistema unipartidario que, empero, elige a sus representantes para la Asamblea Popular Nacional a partir de sufragios vecinales, locales y regionales, aparentemente libres siempre dentro de la órbita del partido comunista chino.
Creo que no miento si digo que en la historia moderna de este país que da tanto qué hablar, la consigna que aceptan o soportan la mayoría de los ciudadanos chinos es: “mantener un perfil bajo y no hacer olas”, priorizando la estabilidad social y política tan férreamente que a veces el disenso y la oposición abierta se castigan severamente como en pocos lugares del planeta.
También ayuda a este estado de cosas, a este modo particular de ser y convivir, la mentalidad Oriental de la discreción y la búsqueda de la armonía social, en claro contrapunto a lo que prefieren y promueven las alicaídas democracias occidentales: individualismo más que bien común y búsqueda de la felicidad más que equilibrio social. Por eso el Occidental tiende a ver el pez en la pecera, la singularidad, y el Oriental ve el cardumen, lo grupal. Más aun, el avance económico y tecnológico de China que tanto preocupa hoy a Occidente –mejor dicho, a sus esferas de poder–, le ha permitido al pueblo tener un estándar de vida muchísimo más alto generación tras generación, y una visión optimista del gobierno hegemónico que lo regula, alienta, controla y protege… una suerte de quid pro quo que ha venido rindiendo frutos impensables décadas atrás.
La iniciativa de Xi Jinping de crear cerca de mil escuelas de enseñanza de la filosofía de Confucio, que además son programas públicos de educación, lengua y promoción cultural en el país y en el mundo –demás está decir, teñidos de rojo–, no deja de sorprender, ya que rara vez vemos un gobernante que promociona una filosofía moderada y de búsqueda de consensos más que de confrontación y de violencia. Empero, este mismo año, el aparato oficial de censura chino, que siempre ha vigilado y silenciado a los disidentes más vocales del régimen comunista-devenido-capitalista, ha decidido acallar las voces de bloggers que, posiblemente hastiados de la tremenda competitividad que demanda una nación tan populosa para sobresalir y triunfar laboral o académicamente, promulgan pancartas como “trabajemos menos”, “el esfuerzo es inútil”, al estilo hippie de los 60, o como diríamos en nuestra jerga, “quedate piola”. También aborta otras que el gobierno chino considera “pesimistas” y que atentan contra el deseo de productividad y esfuerzo que, yerros y purgas aparte, sacó de la miseria y la hambruna constante a 800 millones de seres humanos, la mayor reducción de pobreza en la Historia Moderna de la Humanidad, según los datos de las Naciones Unidas.
El gobierno chino critica a quienes lo critican argumentando que la “negatividad” de sus comentarios tiene un efecto nocivo en el cuerpo social y que, de allí, deben censurarse. El Internet, dicen, “no puede ser el basurero de su negatividad.” Por idénticos motivos, en otras partes del planeta y desde tiempo inmemorial, los gobernantes han digitado la información a la que tienen acceso sus gobernados para beneficio propio, sin duda, manipulación mediática ahora multiplicada y tentaculada por vastos métodos de desinformación, represión y distorsión grosera de la realidad –como las imágenes de inteligencia artificial totalmente truchas cuando no de ataque a los pobres periodistas que terminan asesinados simplemente por realizar su trabajo, como ocurre en varios narco-estados, a ambos lados de la Franja, y en la Rusia neozarista–, como la de aquellos reyes y generales que organizaban grandiosos fiestas para celebrar descaradamente una victoria que nunca había ocurrido pero sus ingenuos súbditos vitoreaban, vasallos, al fin, de su desinformación.
Más allá de estas horrendas violencias y de la violación de los derechos ciudadanos más elementales, hay un elemento real en cuanto a que la mayoría de los seres humanos nos dejamos influir por el estado de ánimo de los demás, de modo que, si una sociedad está contenta con sus logros, o sus medios de comunicación oficial y privada dicen estarlo y lo propagandizan con bombos y platillos, se le hace más fácil a los dirigentes gobernarla. La aprobación y el optimismo de las masas son armas fundamentales para quienes gestionan su día a día. Por eso se prohibió en varios momentos de la Historia comentar públicamente noticias que fuesen una influencia tóxica o “deprimente” para la gente –en sus extremos, bajo pena de encarcelamiento o muerte por traición–, como el dar detalles del número de muertos en un conflicto armado o del avance de insurgencias que pretenden deshacerse de sus gobernantes.
Por eso hay políticos de turno que se sonríen a pesar de sus flagrantes derrotas electorales, intentando transmitir una imagen optimista aun cuando la mayoría de la población ha repudiado sus administraciones en las urnas. Al final del día, amigo lector, amiga lectora, está claro que sin educación pública y sin información fidedigna y no manipulada no hay democracia posible. Ni aquí ni en la China.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y educador público. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, miembro del Comité de Asesoramiento en Salud de Manhattan Norte y director del Centro Hispano de Salud Mental en Queens, NYC.



Por Juan Carlos Dumas, PhD.*












