Sandra Camponogara
Pablo Neruda, el célebre poeta chileno que vivió su vida enamorado del mar, inmortalizo a Valparaíso cuando la llamo La Novia del Océano… Esta importante ciudad portuaria de Chile, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, atrapa al visitante con sus laberintos de calles y cortadas, y un sinfín de casitas multicolores delicadamente colgadas de las resbalosas laderas de la montaña. La casa de Neruda en Valparaíso, llamada La Sebastiana, es una construcción añeja y vertical, que se levanta como una angosta torre y la definen en su interior los vitrales y botellas azules y turquesas que dejara el poeta. Desde cada ángulo de la casa se puede ver el mar, objeto de la inspirada pluma del poeta. Sus paredes están decoradas con muchos de sus poemas.
En este mes de mayo en el que celebramos a nuestras madres o al recuerdo que ellas nos han dejado, comparto con ustedes uno de mis poemas favoritos de Neruda, que escribiera para su “Mamastra”. Neruda no conoció a su verdadera madre, ya que esta murió de tuberculosis cuando él era muy pequeño, pero tuvo el afecto y los cuidados de una mamá adoptiva tierna e incansable. Con este poema de Pablo Neruda, saludo a todas las madres, las biológicas y las adoptivas, que llevan cada día la labor de criar jóvenes sanos física y mentalmente, de educar las mentes fértiles de los niños para que se conviertan en los lideres de mañana, y de formar hombres y mujeres de bien en quienes podamos confiar el futuro.
¡Feliz Día a todas las Madres!
La Mamadre
La mamadre viene por ahí,
con zuecos de madera. Anoche
sopló el viento del polo, se rompieron
los tejados, se cayeron
los muros y los puentes,
aulló la noche entera con sus pumas,
y ahora, en la mañana
de sol helado, llega
mi mamadre, doña
Trinidad Marverde,
dulce como la tímida frescura
del sol en las regiones tempestuosas,
lamparita
menuda y apagándose,
encendiéndose
para que todos vean el camino.
Oh dulce mamadre
-nunca pude
decir madrastra-,
ahora
mi boca tiembla para definirte,
porque apenas
abrí el entendimiento
vi la bondad vestida de pobre trapo oscuro, la santidad más útil:
la del agua y la harina,
y eso fuiste: la vida te hizo pan
y allí te consumimos,
invierno largo a invierno desolado
con las goteras dentro
de la casa
y tu humildad ubicua
desgranando
el áspero
cereal de la pobreza
como si hubieras ido
repartiendo
un río de diamantes.
Ay mamá, ¿cómo pude
vivir sin recordarte
cada minuto mío?
No es posible. Yo llevo
tu Marverde en mi sangre,
el apellido
del pan que se reparte,
de aquellas
dulces manos
que cortaron del saco de la harina
los calzoncillos de mi infancia,
de la que cocinó, planchó, lavó,
sembró, calmó la fiebre,
y cuando todo estuvo hecho,
y ya podía
yo sostenerme con los pies seguros,
se fue, cumplida, oscura,
al pequeño ataúd
donde por primera vez estuvo ociosa
bajo la dura lluvia de Temuco.