Por Oscar A Arnaud 

“Per Fare L’America” era, sin duda alguna, la frase más escuchada, la que “rebotaba” entre las paredes del Consulado Argentino en Génova, en los comienzos del 1900. Estas palabras se repetían en diferentes idiomas en los puertos europeos, especialmente aquellos sobre el Atlántico que “miraban” hacia América. Hasta estos puertos llegaban millares de personas esperanzadas por “comenzar una nueva vida” en otras tierras. Marginados y empobrecidos por el “progreso”, se largaban hacia América con lo puesto y herramientas de trabajo (si es que las tenían) para empezar de nuevo, dejando atrás, patria, familiares y amigos, sacrificándolo todo en pos de un mundo mejor.

Porque viajaban los inmigrantes. Retrocediendo muchos años en la historia, vemos que en realidad los primeros inmigrantes fueron Adán y Eva. Después de la “metida de pata” que hicieron en el Paraíso, no les quedó otra alternativa que emigrar y buscarse otro país. Y desde ese entonces el hombre ha estado moviéndose… ¡continuamente!

Respecto a la ola inmigratoria de los siglos XVIII, XIX y XX hacia América, era evidente que la falta de trabajo, y como corolario la pobreza y hambruna, cambios políticos e intolerancia religiosa, hicieron que la primera oleada inmigratoria se dirigiese primero, hacia América del Norte, buscando sobre todo la libertad de cultos. La creciente industrialización (la máquina comienza a reemplazar al hombre) sobre todo en Inglaterra y el norte de Italia, dejaba a mucha gente sin trabajo en el campo y las grandes ciudades, haciendo que aumentara la pobreza. Muchos decidían emigrar hacia América para hacer dinero y luego regresar para pagar las deudas contraídas. En el caso de Argentina y Uruguay al tener estaciones climáticas opuestas a las de Europa, los inmigrantes llegaban para levantar la cosecha, se hacían de unos pesos y regresaban a su país de origen, para también allí, levantar las cosechas en flor. A estos se los llamó inmigrantes golondrinas, que fueron gradualmente desapareciendo, a medida que se adaptaban al nuevo país de residencia. Argentina, Uruguay y el Sur de Brasil se destacaron por hacer que los inmigrantes se encontrasen “como en casa” desde el primer día. También influenció en Europa la mejoría de los transportes ferroviarios, que permitía el mejor y rápido desplazamiento de los emigrantes hacía los puertos de embarque. Pero es, sin lugar a dudas, la introducción de la navegación a vapor, que acortaba los tiempos de la travesía, lo que favoreció la emigración masiva al “nuevo mundo”. Estados Unidos, Argentina, Uruguay y Brasil comprendieron la necesidad de la inmigración y se lanzaron a una campaña para la “conquista del inmigrante”. Contrataron Empresas Colonizadoras que ofrecían facilidades para el viaje y en algunos casos el pasaje gratis, sobre todo a familias numerosas que quisieran asentarse, principalmente, en regiones agrícola-ganaderas. Les conseguían contratos y allanaban las dificultades burocráticas para poder viajar al nuevo país.

El viaje de los inmigrantes comenzaba en realidad en el pueblo de origen, desde donde se dirigían por ferrocarril hacia los puertos de embarque.

La partida era un “acontecimiento” del que participaban también parientes y paisanos de quienes se iban a América. Si el contrato de viaje se había hecho con una Compañía de Inmigración, a veces eran hasta 300 personas de un mismo pueblo las que emigraban dejando a los que quedaban, por lo general ancianos y enfermos, con recuerdos y profunda pena. Se separaban padres de esposas e hijos, ya que por lo general era el jefe de familia el que partía para juntar dinero y luego mandarlos llamar. En la gran mayoría de los casos, al cabo de cinco años toda la familia se volvía a juntar en la “nueva patria”. Sin embargo, no siempre sucedía esto y si el inmigrante había formado otro hogar en la nueva tierra, raramente regresaba a su primera familia.

Después de tener “todos los papeles en regla”, los inmigrantes partían, mayoritariamente, desde Génova, Nápoles, Livorno, Trieste, El Havre, Burdeos, Vigo, La Coruña, Hamburgo, Tel-Aviv. La revolución en los transportes marítimos, además del impulso que le dio a la navegación transoceánica, trajo una reducción sostenida en los costos del pasaje y días de travesía, haciendo que también comenzara el reclutamiento de inmigrantes en Europa oriental y mediterránea. La inmigración masiva fue un “negocio lucrativo” para las compañías de navegación. Estas lograron reducir los costos (y aumentar las ganancias) a expensas de los viajeros de tercera y cuarta clase, a quienes les servían comidas de escasa calidad, se los “hacinaba” en espacios reducidos y precarias condiciones de higiene a bordo.

Mientras las mujeres y niños eran alojados en “abarrotados camarotes”, los hombres eran destinados a las bodegas. Estas precarias condiciones, hicieron que las autoridades de los países que habían contratado a esas “Empresas Colonizadoras”, establecieran y exigiesen cumplir con requisitos de seguridad para los viajeros y además así evitar la aparición y difusión de enfermedades infecciosas. El deseo de los gobiernos de garantizar buenas condiciones sanitarias se contraponía con los intereses de las navieras, que embarcaban o “hacinaban” la mayor cantidad de personas, sin respetar las disposiciones legales, para aumentar las ganancias. Para los primeros inmigrantes, el viaje resultaba una “pesadilla” por la falta de espacio adecuado, la mala comida, falta de higiene, frio o calor de acuerdo con la época de la travesía. Estas vicisitudes fueron recopiladas en el libro “Sul L’Oceano” de Edmundo de Amicis y también reflejada en el corto de Carlitos Chaplin “El inmigrante”; en el capítulo “De los Apeninos a los Andes” del libro Corazón (de Amicis); hace ya unos años en el largo metraje “Titanic”, con Leonardo Di Caprio; y más recientemente “Golden Gate” de Emanuele Crialese, con Vincenzo Amato en el rol protagónico.

Al llegar a Buenos Aires los inmigrantes eran alojados en el “Hotel de Inmigrantes” donde se les daba albergue y comida por cinco días, mientras se hacían los trámites para su radicación definitiva, ya sea en las ciudades o el campo. Aquellos que ya llegaban con un destino fijo, hacían aduana y a lo sumo estaban dos o tres días en el Hotel hasta ser recogidos y trasladados a los lugares de trabajo, por sus nuevos empleadores, por paisanos o amigos. El impacto inmigratorio se vio reflejado en la sociedad, en mayor o menor escala, de acuerdo con la cantidad de inmigrantes y el país que los acogía. Con esta “mezcla” de diferentes razas, religiones, idiomas y costumbres, se constituyó un verdadero “melting pot”. Los recién llegados, “tanos”, “gallegos”, “gauchos-judíos”, “turcos”, debieron adaptarse al nuevo país y a su vez los nativos se beneficiaron de la experiencia de los inmigrantes, sobre todo en la arquitectura y la construcción. Así, se encuentran bajo un mismo cielo, costumbres gallegas, algo del “grandeur francés”, la rigidez alemana, modismos y recetas italianas, los postres del mundo turco, etc., etc. Finalizada la guerra civil en 1865, Estados Unidos comienza su estabilización política y económica. Sus gobernantes entienden que el éxito de esta empresa estaba en tener, no solamente una mano de obra abundante, sino también nuevas ideas para dar comienzo a esta gran tarea.

Y “apuntan” también hacia Europa. Durante los comienzos del siglo XIX la oleada de inmigrantes al nuevo mundo fue del Norte-Oeste europeo, ingleses e irlandeses en su gran mayoría, alemanes y grupos escandinavos, que se dirigieron a América del Norte principalmente y también a Australia, aprovechando la similitud de los idiomas de origen. En la segunda mitad del siglo XIX fueron los países del sur de Europa (España, Italia y Portugal), y en menor medida los de Europa Central y Oriental (Polonia, Hungría, Rusia y Ucrania) los que aportaron los grupos de inmigración. Como contra partida, Francia “exportó” pocos inmigrantes a América, pero recibió muchos de otros países europeos.

En Argentina, si bien se venía hablando de la conveniencia de traer inmigrantes al país, ya desde la época del presidente Rivadavia, poco se había hecho al respecto. A pesar de que habían llegado grupos pequeños, esa inmigración masiva que tendría lugar años después, estaba todavía en pañales. Después de años de desorden y luchas entre caudillos políticos, es en 1853, cuando la recién aprobada Constitución Nacional sienta las bases para la inmigración al “promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad y todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. Además, otorga la ciudadanía “a los que residan y trabajen continuamente en el país, por dos años”. En otro párrafo de la Constitución se agregaba que “el Gobierno Nacional fomentará la inmigración europea y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno, la entrada al territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias y enseñar las ciencias y las artes

El endurecimiento de la vida en Europa, los cambios políticos e intolerancia religiosa, la falta de trabajo, especialmente en el sur de Italia, hicieron que los inmigrantes se largaran al nuevo mundo no solo “per fare L’America”, sino también para poder comer diariamente.

Entre 1863 y 1869 Argentina recibió 160.000 inmigrantes, mientras que entre 1881 y 1890 fueron 841.000 los llegados. En parte esto se debió a que el gobierno abrió oficialmente oficinas de inmigración en diversas ciudades europeas, para facilitar y acelerar los trámites para los que deseaban emigrar. El censo de 1895 contabilizó más de un millón de extranjeros, representando esto un 25,5% de la población total. El apogeo se alcanzó en 1914 con dos millones y medio de extranjeros, pero a raíz del estallido de la Primera Guerra Mundial (1914), este número no aumentó ya que debido al conflicto y lo peligroso de la travesía por mar, los viajes quedaron suspendidos. Además, algunos (los menos) retornaron a sus países de origen para enlistarse y hacer la guerra desde allí.

Finalizada la contienda (1918) se reanuda el flujo inmigratorio, pero ya con diferentes características. El campo ya no es tan atractivo y el sistema de arrendamiento (o alquiler si quiere llamársele así) de los “terratenientes” hacia los que venían a trabajar la tierra, no había dado los frutos esperados. Al contrario de lo que hizo Estados Unidos que cedió las tierras a colonizar, en Argentina los inmigrantes eran trabajadores a sueldo (muchas veces miserables) y ya no estaban tan interesados en ir a trabajar al campo. Es en ese momento cuando “la ciudad” deslumbra y atrae. Los inmigrantes especializados en industrias o construcción encuentran trabajo rápidamente y se quedan a vivir en las ciudades, comenzando en muchos casos a instalar “modestos boliches” atendidos por todos los miembros de la familia y perpetuándose, hasta nuestros días, de generación en generación.

La gran depresión mundial de 1930 interrumpe por un corto tiempo la corriente inmigratoria. Pero al reanudarse no solo llegan refugiados de Italia y España, sino también alemanes, rusos, yugoeslavos, polacos, armenios y otros grupos de Europa Central, en gran parte atraídos por las condiciones de trabajo en Argentina, sino también por el hecho de que Estados Unidos, ya en 1921, había cerrado la cuota inmigratoria para algunos grupos europeos. A principios de 1936 empiezan a llegar los refugiados de la guerra civil española y los nuevos grupos de inmigrantes judíos huyéndole al régimen nazi. Finalizada la segunda guerra comienzan a llegar los refugiados de Europa y aquellos que, escapando de la Alemania derrotada, encuentran buen refugio en Argentina. En esta nueva oleada, algo había cambiado. Si bien llegaban trabajadores rurales, la mayoría eran obreros y personal especializado, intelectuales, profesionales, pequeños industriales e inversionistas.

Hasta 1952 arribaron a un ritmo de 110.000 personas al año, pero entre 1952 y 1960 la cifra baja a 49.000 y es en 1960 cuando se acentúa la inmigración desde los países limítrofes, Bolivia, Paraguay, Perú y Chile. Esta “nueva camada” de inmigrantes crea una “disyuntiva”. Por un lado, hace falta la mano de obra, sobre todo en las zonas rurales, que ellos pueden aportar y por otro lado… todavía se continúa soñando con los europeos…pero estos… ¡ya no vienen más!

Para 1960 sigue en ascenso una tendencia que ya había comenzado a manifestarse en años anteriores, los argentinos comienzan a emigrar buscando mejores oportunidades, sobre todo en el rubro profesional. Las condiciones económico-políticas de Argentina gradualmente se van deteriorando, a pesar del retorno a la democracia. “Aumentan los emigrantes, con papeles o sin ellos” hay que salir en busca de nuevos horizontes, Y es a partir de 1970 que vemos a los nietos de aquellos inmigrantes de antaño, hacer cola frente a los consulados para conseguir una visa que les permita salir del país. España, Italia, Francia y en menor escala Estados Unidos, están en la mira de los argentinos, de idéntica manera que Argentina estaba en boca de los europeos…hace tan solo un siglo atrás.
(Continuará)