Cristian Farinola

Schopenhauer fue etiquetado como pesimista, pero más que un fatalista, fue alguien que expuso una verdad incómoda: la vida está llena de sufrimiento porque el deseo es insaciable. El implacable filósofo alemán nos advirtió que el deseo es una trampa sin fin, pero también nos ofreció herramientas para liberarnos de sus garras.

En tiempos donde la inmediatez se transformó en tendencia y su velocidad parece cotizar en Wall Street, se exige una respuesta en fracciones de segundo. Si no obtenemos lo que queremos, nuestra paciencia se desvanece y perdemos la capacidad para controlar nuestras vidas.

¿Cuántas veces al día sentimos frustración? Queremos adquirir esto, aquello o lo otro. Conseguimos esa posición tan anhelada en el trabajo, celebramos por un instante, pero ya pensamos en escalar más alto. Anhelamos y compramos el último modelo de auto o celular, y pronto buscamos la siguiente versión, o peor aún, la que tiene el vecino parece
más deseable. El anhelo no solo abarca los objetos materiales externos, la gratificación y la desesperada felicidad la buscamos como un bálsamo contra la insatisfacción en el otro: la pareja, un amigo o familiar.

Nos quejamos mientras esperamos en la fila de un cine, concierto, o cuando ordenamos un almuerzo en un restaurant, esperando que el mesero sirva nuestro banquete de inmediato. Y si al plato principal le falta un acompañante o aderezo, nos sentimos incompletos. Lo mismo cuando quedamos atrapados en el tráfico durante la hora pico, de regreso a casa. Es viernes, el sol pega fuerte en el parabrisas, los motores parecen rugir en sintonía con los bocinazos, convirtiendo el ruido en una sinfonía caótica sin fin que desemboca como un huracán en los oídos. En el reloj transcurrieron solo 10 minutos, pero parecen una eternidad. En tu cabeza, la lista de pendientes se acumula, la ansiedad crece como el fuego que avanza sin piedad en un bosque seco. El agua de la tranquilidad está cerca, dispuesta a refrescar ese calor agobiante, pero seguimos atrapados en la prisa del momento. Nos olvidamos que una simple pero efectiva pausa puede provocar ese efecto de frescura para recuperar la calma y el control.

El fuego, en realidad lo creamos y alimentamos nosotros. ¿Y si cambiamos la perspectiva? ¿Si en lugar de ver el tráfico desordenado como un enemigo, lo usamos como una pausa para respirar, reflexionar o simplemente sintonizar en la radio del auto una melodía que nos agrade e inspire? Finalmente, llegamos a casa. La conexión de internet es deficiente, surge la impaciencia. De repente, se corta la luz y la desilusión nos gobierna. Dos horas sin electricidad y la realidad que solíamos controlar con un clic se desploma como la torre de un Jenga.
Nos hemos acostumbrado a vivir con información constante, respuestas inmediatas, entretenimiento y gratificación al instante. Es la cultura del “dale like”, el deseo de validación corre vertiginoso y efímero, tan fugaz como la inmediatez que impone la modernidad y define el siglo XXI. Cuando todo se apaga, nos enfrentamos a un vacío que ya no sabemos cómo llenar.

En un mundo donde todo es inmediato, la espera se ha convertido en un desafío emocional.

El psicólogo David Maister plantea que no es la duración de la espera lo que nos frustra, sino cómo la experimentamos emocionalmente. La incertidumbre de no saber cuánto tardará algo nos genera ansiedad y hace que el tiempo se sienta aún más largo. De hecho, se ha demostrado que cuando no tenemos certeza sobre cuándo obtendremos una respuesta, nuestra mente entra en un estado de preocupación constante. Esto explica por qué, incluso, unas pocas horas sin internet pueden parecer una eternidad aterradora construida con nervios.

Pero, ¿qué pasaría si pudiéramos transformar estos momentos de espera en oportunidades para cultivar nuestra paciencia? ¿Podemos recuperar el equilibrio? “La paciencia no es simplemente la capacidad de esperar, sino cómo nos comportamos mientras esperamos”, reflexionaba el gran poeta Rumi que además nos señala una clave para remar ante el impulso: “No se trata solo de resistir la espera, sino de aprender a habitarla con calma, sin ansiedad, sin desesperación, para encontrar la puerta a la paz
interior”

Vamos a ser honestos. Vivimos en un mundo donde la rapidez es la norma. La tecnología nos entrega herramientas increíbles, pero también nos ha condicionado a esperar todo de inmediato, reduciendo nuestra tolerancia. La impaciencia no es solo una reacción; es un hábito que hemos desarrollado sin darnos cuenta. Tenemos que utilizar la tecnología de manera consciente y capitalizarla a nuestro favor. El avance tecnológico debe ser una herramienta, no un ladrón de nuestra vida. Tenemos que elegir vivir el momento con conciencia. En un restaurante, en el auto, en nuestros hogares o donde sea que nos encontremos. Hay que permitirse disfrutar la espera, encontrar inspiración en lo cotidiano y recordar que no todo debe ser automático.

Schopenhauer nos enseñó que el deseo nos esclaviza, pero también nos mostró caminos para liberarnos. El arte, la introspección, el deporte y la meditación son algunas de las herramientas para apaciguar el deseo desbordado y alcanzar el balance emocional. El deseo es el motor, pero la paciencia tiene que ser el volante. No es acelerar sin límite, sino saber cuándo bajar un cambio y frenar a tiempo para apreciar y disfrutar el
recorrido. En una era donde la inmediatez nos arrastra a respuestas rápidas y recompensas fugaces, encontrar calma en la espera es un acto de rebeldía. La paciencia no es resignación; es poder. Hay que elegir habitar el momento, desear sin ser esclavo del deseo y recordar que lo valioso rara vez llega de inmediato.