Juan Carlos Dumas*

Quien mira hacia afuera, sueña. Quien mira hacia adentro, despierta.
Carl Gustav Jung

Hace muchísimos años, cuando todavía vivía en Argentina y disfrutaba de largos veranos en una de las ciudades más hermosas del planeta, Mar del Plata, tuve un sueño reiterado que, por su tenor e intensidad, puede calificarse como una pesadilla recurrente. Tenía cerca de 5 o 6 años, quizás 7, cuando, en mi ensoñación, un gigantesco monstruo salía de las aguas y comenzaba a caminar lentamente hacia la playa en la que, angustiada por el tamaño del ser y su rostro horripilante, la gente comenzaba a correr desesperadamente en busca de una salida, evitando así que la criatura la alcanzara. Recuerdo haberme despertado en sobresalto ante la inquietante imagen y, esto es lo más curioso, la pesadilla se repitió al poco tiempo, encontrándome en una situación de desespero porque a mí tierna edad no sabía qué camino tomar para escaparme de aquel engendro. La tercera vez, cuando el ogro volvió a surgir de las aguas del Atlántico y a caminar hacia la playa marplatense, en mi aflicción, rápidamente comencé a hacer un hoyo en la arena, luego de lo cual me cubrí lo mejor que pude, quedando solo a la vista mi infantil cabeza, de modo que el gigante no se percatara de mi presencia y siguiera adelante en su camino destructor. Diríamos, un “sálvese quien pueda” de la peor calaña.

Es cierto que “los sueños, sueños son” y que sus interpretaciones, en el mejor de los casos, son subjetivas y aleatorias, pero por otra parte el mundo onírico es tan interesante que lleva a mucha gente – incluyendo a pacientes y a terapeutas– a intentar su análisis ya que ellos son una puerta al inconsciente y a sus fantásticos, a veces bizarros escenarios. Decía Freud: “Los sueños son el camino real hacia el inconsciente.” En psicología, su interpretación depende mucho de la escuela teórica a la cual pertenece el terapeuta que intenta un análisis de los contenidos oníricos y, más aún, de la necesidad o no de ensayarla en el contexto de una terapia. Dicho de otra manera, el sueño de un paciente merece interpretación si y sólo si viene al caso y al momento de su proceso terapéutico y no es simplemente un ejercicio vano que no le sirve a nadie.

En los albores de la psicología psicoanalítica, freudiana, sobre todo, el énfasis estaba puesto en los vínculos materno-filiales (“it’s your mother, stupid,” dicen en chiste algunos colegas norteamericanos) o paterno-filiales según el caso, concentrando el análisis y adscribiendo bastante injustamente la etiología y morfología de los síntomas y enfermedades mentales en esta relación clave entre padres e hijos. A medida que fue avanzando la ciencia y el arte psicoterapéuticos, el entendimiento de la vida y sucesos de un paciente se ampliaron para incluir al resto del grupo familiar y más tarde al contexto social en el que él o ella viven.

Volviendo al escenario de aquellos sueños recurrentes que tuvieron una resolución original en mi infancia, alguien pudo haber aventurado que ese monstruo, siendo un ser masculino, era la simbolización del padre, específicamente de mi padre, un ser humano tan extraordinario en su quehacer cívico y profesional que bien podía haber tenido esa talla gigantesca ante mis pequeños ojos, aunque el temor que me inspiraba en el sueño sería de dudoso origen, a menos que recurramos a alguna divinidad del panteón mitológico griego en las que encontraba inspiración Sigmund para explicar sus complejos de incesto y castración, hoy en día tan demodé.
También, un psicoanalista pudo haber interpretado que en realidad la criatura tenía más que ver con mi madre ya que, en la ortodoxia tradicional, el agua, en este caso el mar del cual surgía la bestia, está relacionado siempre con el útero y la madre…

Si en cambio mudamos el foco de análisis de lo familiar a lo social, allí podría haber habido otros motivos para mi desazón, para mi pequeña angustia resuelta tan pícaramente. Me refiero a que en los años 1964 y 1965 ocurrieron entre otros sucesos de conmoción y trascendencia, el primer test nuclear chino, la condena de cárcel de por vida para Nelson Mandela en una Sudáfrica que ahora nos regala refugiados blancos (¡santo cielo!), el asesinato de tres jóvenes líderes de derechos civiles en sus marchas en Mississippi, mismas que dieran lugar también a la ley de derechos civiles firmada por Lyndon Johnson luego de otro episodio de violencia terrible como fue el asesinato de John Fitzgerald Kennedy en 1963, seguido del asesinato de Malcom X y las valientes marchas por derechos civiles en Selma, Alabama, todas reprimidas con una voracidad y un odio atroces que solo emergen en hogares y pueblos en los que el racismo hace grotesca ebullición. Es posible entonces que alguno de estos episodios tan terribles que se comentaban en el hogar y quizá veíamos en televisión o en alguno de los tres diarios que mi padre solía comprar –o simplemente la angustia resultante de ellos–, hubiese sido la causa de aquella lejana pesadilla reiterada. Nadie puede saberlo, ni yo mismo, aun intentando atrevidamente una autointerpretación que nunca es muy aconsejable por la enorme subjetividad que conlleva.

Confieso y reporto que, en general, como dice el dicho, “duermo con un bebé” y rara vez o prácticamente nunca me despierto en sobresalto. Pero curiosamente, hace pocos días volví a tener un sueño en el cual aparece de la nada una criatura bestial rompiendo todo a su paso. Esta vez el monstruo es de metal, no de carne y hueso, sino de un metal frío y acerado como el corazón de algunos despiadados seres que le están trayendo tanta angustia al mundo de hoy. Esta vez la bestia no está en la playa sino surge de entre los edificios al mejor estilo Godzilla y comienza a romper todo lo que puede así, sin ton ni son, sin otra intención que deshacer y desmoronar todo lo que le estorba el paso… aunque no sabe en realidad dónde va ni qué quiere más allá, quizás, que un revanchismo troglodita.

Ese fue mi reciente sueño-pesadilla de hace pocos días. El lector sagaz se dará cuenta de que esta criatura es mucho más horripilante que aquella que perturbó mi sueño a los 6 o 7 años de edad, ya que la metálica no tiene ni un trazo de humanidad: no es un cuerpo agigantado de rostro horrible, es una máquina sin conciencia, sin corazón, sin pulso, sin entendimiento alguno de las cosas que nos hacen humanos y que por eso le es tan fácil ejecutar perversamente su maldad. El gigante de aquellos años, si hemos de utilizar una interpretación socio-ambiental como sugerí antes, pudo haber sido síntesis y símbolo de la congestión moral y turbulencias que ocurrían en los años 60 y de la cual es bueno acordarse para tener una comparación histórica con los que vivimos en este 2025, en mi opinión, menos devastador en sus dimensiones, pero mucho más pavoroso por la extraordinaria deshumanización de la cual somos, desafortunadamente, mudos e impotentes testigos.

Gracias por su atención y que duerma bien, si lo dejan.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y educador público. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.