por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
“Dame tus agotados, tus pobres, tus apiñadas masas anhelando respirar libertad… Mándame a estos sin hogar, azotados por la tempestad: Yo levanto mi lámpara junto a la puerta dorada”
Más o menos esto proclama el hondo poema de Emma Lazarus cuyo título hace honor a mi nota de este mes. Sus inspiradas palabras fueron estampadas en el pedestal de la bellísima y monumental Estatua de la Libertad, regalo de Francia –nuestra imprescindible aliada en los días de la Independencia– y que visitan miles de turistas y algunos locales cotidianamente. Al menos por ahora. Al menos mientras todavía la diabólica motosierra –nuevo símbolo nefasto de administraciones desalmadas en el Norte y en el Sur– no termine de cercenar radicalmente a los trabajadores del Servicio de Parques Nacionales que la vigilan y mantienen desde 1933, como lo vienen haciendo en cuanta agencia gubernamental pueden. Poema que, como el preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos y muchos de sus acápites y declaraciones, siguen siendo ignorados por buena parte de nuestros conciudadanos, particularmente en la actualidad.
De manera similar, la Constitución Argentina de 1853 se enorgullece de ser un país abierto “para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino” –invitación que la realidad cotidiana también se encarga de desmentir. Desafortunadamente, estas entusiastas frases que invitan a los inmigrantes de todo el planeta a llegar a nuestros suelos encuentran enormes resistencias, muchas de ellas debido a las diferencias resultantes de lenguas, fisonomías, religiones, costumbres y filosofías políticas que parecieran amenazar nuestra visión localista o mezquina de quiénes somos.
Si revisamos objetivamente la historia de la Humanidad y de la conducta humana, veremos que estas posiciones de encapsulamiento social no llevan a buen puerto. Desde el punto de vista biológico, el vivir en comunidades muy cerradas con nulo aporte genético nuevo genera un sinnúmero de problemas anatomo-fisiológicos ya que la alta homocigosis, al no existir mezclas con otras etnias o grupos de distintos perfiles genéticos, produce problemas médicos, cromosómicos y de desarrollo que van desde el síndrome de Down hasta el exacerbamiento de patologías como la miopía, la anemia crónica, la distrofia muscular, la hemofilia, los problemas cardiovasculares, renales, dermatológicos, tiroideos y cognitivos entre otros. Y desde una óptica psicosocial y económica, los seres humanos nos enriquecemos del aporte de los demás desde el comienzo mismo de la especie: si no aprendimos de alguien más a cazar, a pescar, a cuidar el fuego, a sembrar, a curar, a distinguir las plantas tóxicas de las curativas, cada generación y cada grupo tendrían que comenzar de cero con estos y cientos de otros aprendizajes, haciendo casi imposible su supervivencia y, seguramente, su florecimiento. Por eso el intercambio pacífico entre clanes, pueblos y naciones siempre ha sido beneficiosa para las dos partes de la ecuación interactiva… hasta que un loco, motosierra en mano o delirio megalómano en mente, decide lo contrario.
La palabra bárbaro, del sánscrito barba-ar, significa literalmente “tartamudo” o quien habla una lengua desconocida o inentendible. El término ha quedado marcado como descripción de alguien que está por debajo de nuestros valores culturales, que pretende destruirlos, o que no es capaz de asimilarse a la cultura que lo rechaza. Sin embargo, una de las principales razones que condujo a la caída del Imperio Romano en manos de esos supuestos bárbaros –las tribus germánicas que terminaron deshaciendo el imperio–, fue precisamente que dichos bárbaros eran más humanos a los ojos de muchos pueblos sometidos por la brutalidad, la injusticia y la soberbia romanas.
Por razones que cuesta entender, al menos desde el punto de vista lógico, las diferencias de color de piel parecieran ser la que más gatillan reacciones xenofóbicas en todo el planeta y ello pese a que todos partimos del mismo nicho biológico: alrededor de hace 200.000 años el Homo sapiens se distinguió del resto de los homínidos en el Rif Valley, en el Olduvai de Tanzania donde, obviamente, todos sus pobladores eran negros. Para ello hizo falta un quantum de hembras fértiles llamadas hoy en día por la psicología evolucionista y la paleoantropología “las 100 madres primigenias”, a partir de las cuales la especie comenzó a diferenciarse del resto de otros homínidos. Es decir que, si rascamos la piel lo suficiente, vamos a descubrir que es negra. A medida que la especie humana va recorriendo su milenario periplo desde el África Oriental hacia el norte y luego hacia el este y el oeste, poblando el planeta entero, las diferencias de temperatura, alimentación y exposición al sol han sido las responsables principales de los cambios de fisonomía que observamos actualmente, desde el color de la piel y los ojos, el tamaño del cuerpo y la expansión musculoesquelética, hasta variaciones en su sistema inmunológico.
De otra parte, los detractores de los inmigrantes, tan abundantes hoy en día como la vulgaridad y la mentira públicas, particularmente en Europa y los Estados Unidos, olvidan o prefieren ignorar sus propios orígenes y que son ellos –nosotros los inmigrantes–, los que terminaremos pagando la jubilación a las poblaciones locales, sean del color que sea, en pirámides poblacionales anquilosadas o, peor aún, en una triangulación invertida que genera angustia entre los científicos y economistas más alertados. Clarísimo ejemplo de ello es China hoy en día: luego de políticas restrictivas que obligaban a sus ciudadanos a no tener más de un hijo so pena de castigos económicos y encarcelamientos, la pirámide poblacional se ha invertido tanto que es el mismo gobierno chino el que ahora auspicia la maternidad de muchísimas maneras, incluyendo reducciones impositivas, beneficios en efectivo, y asistencia para jardines de infantes. Algunas empresas, queriendo ser más papistas que nuestro desfalleciente Papa o más sinófilas que el mismísimo Mao Setung, han llegado a acusar a sus empleados y operarias de antipatriotas o con despidos si no han tenido más de un hijo o si permanecen solteros, ya que la patria los necesita… o al menos su fertilidad.
Los números no mienten: En los Estados Unidos, la mayoría de los inmigrantes no documentados pagan impuestos, aunque no tengan acceso a servicios de ninguna índole. El Institute of Taxation and Economic Policy revela con cifras de 2023 que 11 millones de inmigrantes pagaron 97.000 millones de dólares en impuestos estatales, federales y locales, a saber: 25.700 millones de seguro social (Social Security), 6.400 millones de asistencia médica (Medicare), 1.800 millones de seguro de desempleo (Unemployment Insurance), y otros, aunque no se benefician de ninguno de ellos. Además, son los inmigrantes, documentados e indocumentados, quienes han resucitado pueblos y ciudades casi fantasmas a través de los Estados Unidos y los que trabajan por mucho menos dinero en labores despreciadas por otros, ya que requieren gran esfuerzo físico o no agradan a su autopercepción, como el lector puede observar si visita cualquier estado norteamericano en donde se siembra y se cosecha, se trabaja con ganado y pesca, con construcción y estiba, o si va a un deli o a un restaurant donde, a pesar de sus atractivos nombres italianizados o afrancesados, sus trabajadores suelen ser hispanos, muchos de ellos aun indocumentados…
Tratemos de “educar al soberano”, como decía Domingo Faustino Sarmiento, un gran admirador de este país, por lo menos cuando se tenía la educación pública en muy alta estima en vez de descuartizarla como se intenta hoy, y fortalezcamos los cimientos de nuestro inspirador “Nuevo Coloso” antes que sea demasiado tarde.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y educador público. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos y profesor universitario de postgrado por varias décadas, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de Manhattan Norte y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.