Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.* 

Como analizaba casi una década atrás, de los enemigos declarados de los Estados Unidos no podemos esperar nada, llámense AlQaeda y sus grupos terroristas afiliados, la intransigente Guardia Revolucionaria iraní, los narcotraficantes mexicanos y colombianos y los grupos armados que los protegen, alientan o lideran. Por motivos ideológicos, históricos o simplemente criminales, estos grupos tan diversos, Al-Shabab y I.S.I.S. ahora incluidos, representan a quienes están más allá del diálogo político y diplomático, de la moderación, de la búsqueda de espacios a partir de los cuales pudieran revertirse situaciones tan negativas que devienen en atentados terroristas, asesinatos, secuestros, privación ilegítima de la libertad, extorsiones, amenazas, actos vandálicos y abusivos que afectan a la desprotegida población, especialmente dentro de sus propios países y áreas de influencia.

Por otra parte, mencionaba que no debemos olvidarnos del fenómeno de “circularidad”, esto es, las dinámicas reactivas que emergen como consecuencia de acciones previas ejercidas por nuestro país, o, mejor dicho, por un sector de él, llámese el Departamento de Estado, la Casa Blanca, la CIA y demás agencias de inteligencia o el Pentágono. Toda acción genera reacciones. Ejemplos. Cuando el gobierno norteamericano decidió entrenar y abastecer a los mujahadeens de Afganistán cuando éstos peleaban contra la invasión de la Unión Soviética cuatro décadas atrás, jamás pensó que estaba armando a grupos que con el tiempo se transformarían en enemigos mortales con Osama bin Laden a la cabeza. Al apoyar a Saddam Hussein para desestabilizar el régimen teocrático del Ayatola Khomeini en la vecina Irán, no calculó el impacto trágico que eso produjo en toda la región (¿o sí?), como tampoco lo hizo con su derrocamiento, con su apoyo a los “contras” nicaragüenses o al infame régimen de Fulgencio Batista en Cuba. Asimismo, cuando pasados gobiernos auspiciaron desde Washington a tantos dictadores latinoamericanos (“nuestros hijos de puta” como literalmente lo expresaran el presidente Nixon y su ministro de Relaciones Exteriores, Henry Kissinger), fomentando golpes de estado durante décadas y permitiendo el uso del asesinato político, la tortura y la desaparición de miles de personas para supuestamente balancear la guerra fría que tenían con la U.R.S.S., no calcularon –o no les importó– las enormes consecuencias de sus actos en términos de credibilidad, prestigio moral y desarrollo de políticas “antiamericanas” que el pueblo de este país y los gobiernos más democráticos que los siguieron han tenido que padecer dolorosamente por muchos años y hasta ahora.

Dentro de la lista de países “aliados” de los Estados Unidos y sus políticas –aunque hoy en día, con Trump a la cabeza, nunca se sabe quién será el nuevo blanco de su ignorancia y desprecio– hay cuatro de ellos que nos hacen sudar la gota gorda reiteradamente. Y no me refiero a los europeos, con sus a veces patéticas dubitaciones y contramarchas; ni a nuestros hermanos canadienses y mexicanos; ni a los chinos, con su astuta política cambiaria y su horrendo récord en materia de derechos humanos; ni a Rusia, nación brutal y prepotente (“Tarasbúlbica”, si me permite recordar al gran novelista Nicolás Gogol y a su embrutecido personaje) con la que al final del día nos ponemos de acuerdo, excepción hecha del peligroso intento de Trump y su rabioso mastín, John Bolton, de anular el importantísimo acuerdo bilateral de reducción de misiles intercontinentales logrado por Gorbachov y Reagan. Y no es, por cierto, la Venezuela socialista de Hugo Chávez y su acalorado sucesor Nicolás Maduro, quienes, pese a sus discursos virulentos y autoritarios, jamás nos han amenazado con cortar el suministro de petróleo a nuestro país, mal que le pese a sus obsesionados detractores colombianos y al oxidado cubanaje de Miami. Me refiero a Arabia Saudita, Pakistán, Afganistán e Israel.

Arabia Saudí en el paradigma de la incongruencia y el engaño donde, por una parte se erigen novísimas ciudades dedicadas a la ciencia y al estudio universitario (obra de su ya desfalleciente rey), mientras los Wahabís mantienen su poder “religioso” a golpe de látigo y de sable, ofendiendo mujeres en la calle cuando no llevan compañía masculina, prohibiéndoles el uso de vehículos (regla que recién ahora está cambiando pero muy tibiamente), acusando a las víctimas de abuso sexual de “seducir” al hombre (injusta brutalidad que comparte con la India, Pakistán y otros retrógrados países árabes y musulmanes ortodoxos), para brindarle algunos ejemplos de su perversa ideología y medieval conducta. Un país que dice ser aliado de los Estados Unidos, pero que, bajo el mando de un caprichoso e intempestivo soberano, Mohamed bin Salman, está produciendo un desastre humano de dimensiones rara vez vistas en su malhadada lucha contra los rebeldes yemenitas, dice él, asistidos por su archienemigo Irán. Su ejército usa armas norteamericanas vendidas con la expresa consigna de que no pueden ser usadas contra ninguna población civil, pero el conteo de las víctimas, mujeres y niños de escuela incluidos, queda enterrado bajo los escombros de sus bombardeos asesinos y el humo engañoso de sus declaraciones. El mundo civilizado también espera aún saber si el bárbaro asesinato y desmembramiento del crítico periodista Jamal Khashoggi dentro del mismísimo consulado saudí en Turquía, le va a costar la cabeza a alguno, simbólica o literalmente.

El gobierno pakistaní, por su parte, recibe de los Estados Unidos cerca $1.300 millones por año, sin contar los fondos entregados a sus fuerzas armadas y servicios de inteligencia, supuestamente para “combatir el terrorismo”, y las ayudas de alimento y ropa cuando sufre sus periódicas “emergencias naturales”, muchas de ellas producto de la corrupción de sus políticos y la desviación de fondos por parte de sus administradores; ayuda que debe disfrazar, escondiendo las banderas e insignias norteamericanas de las cajas de asistencia por temor a que tanto pakistaní recalcitrante las destruyan o tiren a la basura. Buena parte de ese dinero (que sale del pago de nuestros impuestos) termina en las cuentas bancarias de un centenar o dos de funcionarios civiles y militares muchos de los cuales, mientras prometen ayudarnos en las campañas antiterroristas, apoyan en realidad a Al Qaeda, a los Talibanes que se reaprovisionan para la jihad en su territorio, y a grupos que ejecutan atentados terroristas contra su odiada vecina, la India, y cualquier día de éstos en suelo norteamericano o europeo.

Por su parte, el gobierno afgano, creado y financiado por los Estados Unidos con sangre, sudor y lágrimas, y el dinero de los contribuyentes (usted y yo) después de la debacle talibán, es uno de los más corruptos del mundo y, además, sigue negociando con aquellos para repartirse el poder en ese país en lo que será una de las particiones más horrendas en la historia de Oriente, sometiendo a la mitad de la población a cabecillas medioevales como el supuestamente fallecido mullah Omar y sus secuaces, y a las bandas que destruyen templos y reliquias milenarias, prohíben la música y el canto por blasfemas, apedrean mujeres con gran gusto, queman y dinamitan escuelas, tiran ácido y envenenan a las niñas estudiantes que se atreven a asistir a ellas (como en Pakistán), y, de rebote, nos llenan el mundo de heroína. ¡Vaya aliados!

Finalmente, hablemos de nuestro “aliado” israelí. La ayuda económica norteamericana a aquel país es la más grande del mundo y lo ha sido por décadas, desde 1976. Según datos de la Biblioteca del Congreso, Israel recibe de los contribuyentes americanos (nuevamente, usted y yo) $3.000 millones anuales desde 1985, además de $600 millones para desplegar misiles antimisiles en su territorio, además de $1.300 millones para su desarrollo espacial, además de $200 millones para comprar tanques, $130 millones para hacerse de láseres antimisiles, $200 millones en asistencia antiterrorista, etcétera, etcétera. Y, a pesar de que a nuestro país le falta dinero para tantas necesidades reales e inmediatas (léase infraestructura y obras viales, seguridad en trenes y aeropuertos, mejoramiento de la salud pública, la educación, el aumento de viviendas asequibles… ¿sigo?) y que los Estados Unidos tiene alrededor de un 10 por ciento de ciudadanos viviendo debajo de la línea federal de pobreza (la mayoría de ellos blancos, digo esto para aclarar perennes comentarios racistas y antiinmigrantes), la enorme mayoría de los préstamos que recibe Israel para comprar estos materiales bélicos NO los tiene que devolver jamás. Es decir, los contribuyentes norteamericanos (usted y yo, ya sabe) no estamos financiando sino regalando el inmenso aparataje bélico de Israel para que luego su ejército salga del Líbano en 2006, luego de batallar infructuosamente a Hezbollah (¡‘el partido de Dios’!), tirando un millón de bombas racimo (clúster bombs) que siguen matando a campesinos y niños hasta el día de hoy, o para que su radicalizado y racista gobierno bajo Netanyahu (otro moderno Taras Bulba) continúe con la expansión de viviendas ilegítimas en zonas disputadas, constantemente boicoteando y abortando las negociaciones de paz con Palestina. Y no estoy diciendo aquí que los israelíes “son malos” ni los palestinos “son buenos”, sino que nuestros aliados deberían estar mucho más sintónicos con nuestros valores morales y con las necesidades internacionales de estabilidad, consenso, paz y respeto de los derechos humanos.

Aunque Israel es ciertamente modelo y ejemplo de civilidad en muchas áreas –incluyendo sus sistemas de educación, salud y justicia– y a pesar de que es lógico que necesite garantías firmes para su supervivencia luego de tantos ataques de sus desesperados vecinos, los legisladores y políticos israelíes deberían acordarse de dónde les viene el dinero que los mantiene antes de mofarse de nuestros representantes diplomáticos –como lo hicieron antes racista y peyorativamente del presidente Obama, a quien llamaron “negro de mierda”– cuando les señalan sus conductas antidemocráticas. Con aliados como éstos, ¿quién necesita enemigos? No olvidemos tampoco que los que más se benefician con estas maniobras son nuestras empresas de armas ya que de todas maneras cobran por estas billonarias pseudoventas (pagamos nosotros), y los congresistas que le besan la mano a los mercaderes de la muerte para financiar sus campañas electorales, arropándose tras banderas norteamericanas que sus actos deshonran y mancillan, cerrando un círculo trágico e hipócrita que no tiene fin.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor de postgrado de la Universidad de Long Island. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.