por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

 

Conocí a un viajero de una tierra antigua que dijo: “dos enormes piernas pétreas, sin su tronco, se yerguen en el desierto. Azulado, en la arena, semihundido, yace un rostro hecho pedazos, cuyo seno y mueca en la boca, y desdén de frío dominio, cuentan que su escultor comprendió bien esas pasiones las cuales aún sobreviven grabadas en estos inertes objetos, a las manos que la tallaron y al corazón que las alimentó. Y en el pedestal se leen estas palabras: “Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes: ¡Contemplad mis obras, poderosos, y perded la esperanza!” Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas se extienden, a lo lejos, la solitarias y llanas arenas.                                                                                                                    –Percy Bysshe Shelley, 1818.

No hay una sola cosa de las que observas a tu alrededor

que no acabe en polvo y en olvido;

quizás no hoy, o mañana,

pero el ocaso llegará con la misma certeza

con la que cae un peñasco desprendido de lo alto,

con la inexorable certidumbre

con la que el sol entibia la tierra al despertar

y deja al mundo ciego y destemplado por la noche.

A él también le llegará el turno

de un final atroz e irremisible:

Será una leve mácula ambarina

en el negro telón del universo.

La montaña orgullosa que escupió aquella piedra

será asimismo una planicie de aplastada tez.

Algún día; quizás no hoy, o mañana,

pero eso también llegará.

Si no sabes el nombre de este portentoso guerrero

que siempre resulta victorioso,

de esta fuerza monumental que todo lo embiste

con ferocidad toruna,

que borra como huracán

lo que la naturaleza tardó eones en construir,

que deshace milenios de humana labor

en furibundo tris,

que hará del sol y sus planetas

un espacio de gélido vacío,

y transformará tus huesos y los míos

en un fino polvo irrelevante

que ya no dice,

ni siente,

ni anda,

ni puede,

ni se congrega más

en humanas arquitecturas,

si no sabes su nombre,

te lo digo yo: Tiempo.

Disculpe el atrevimiento de arrimar mi reflexión existencial a la de uno de los grandes poetas de la literatura universal, Percy B. Shelley, esposo de otra estrella trágica del romanticismo literario británico, Mary Shelley, la madre del afamado y nunca bien entendido “Frankenstein”. Ambos pasajes se refieren a la inexorabilidad de la decadencia de las cosas y los seres que adornan la existencia con un millón de formas y colores, unas más gráciles que otras, algunas exaltando amor y compasión entre tanto otras envician el aire y lo tornan irrespirable con un hedor inmundo –mezcla de odio y egoísmo en insufribles dosis.

Quien no se dio cuenta de que todo llega su fin es un niño que apenas despierta la vida o un adulto que lo es tan solo en nombre, un ser que sigue aferrado neciamente a su posición al lugar que ocupó por un tiempo, como el gran Ozymandias –o Ramsés II– del poema de Shelley, y que debe dejar atrás. Ignorancia y miedo que lo incrustan en su silla, llámese Donald Trump, el anciano que se resiste a partir al otro lado, o el científico que descubre que su teoría era tan errónea como su tozudez.

Un hombre, frecuentemente un esclavo, acompañaba a los generales y césares romanos que hacían su entrada en la Ciudad Eterna tras exitosas guerras de expansión con las que llegaron a dominar a media Europa. Entraban en Roma con su ringlera de legiones, esclavos y tesoros, recibiendo los vítores de la exaltada población. Este acompañante o edecán (de aquí viene el nombre de esos militares que suelen ponerse detrás de los presidentes cuando realizan sus discursos) le repetía al oído del orgulloso triunfador unas pocas palabras, tan breve como sabias, recordándole lo que es el tema central de mi nota: “Esto también pasará” o, según otros historiadores, “Recuerda que eres mortal”.

El mensaje del edecán era un claro recordatorio de la finitud de todas las cosas y pretendía, siquiera simbólicamente, acotar el ego de su aclamado jefe. Hay, por supuesto, quien necesita todo lo contrario: aliento, estímulo, una inyección de esperanza en su alicaída autoestima, un elevador para su desafortunado abatimiento, un mensaje que le recuerde que sí se puede y que lo que no logró ayer lo podrá conseguir mañana, una escalera por la que ascienda el ser hacia su superación… Pero los primeros terminan sufriendo más si no reciben una buena dosis de esta realidad que acompaña, mejor dicho, es la existencia del hombre, tan palmariamente graficada por los monjes benedictinos en sus osarios medioevales: “Estos huesos que ves aquí, serás tú mañana”.

Marchar por la vida recorriendo ese Sendero Medio del que hablaba Siddhartha Gautama – hijo de rey tornado en pordiosero hasta arribar al equilibrio espiritual – es decir, sin ser petulante ni timorato, ni autosuficiente ni necesitado, ni inflado de vanidad ni acomplejado, parece ser la mejor estrategia para vivir-en-el-mundo-en-el aquí-y-ahora, pero con un ojo en el futuro y una buena memoria de los éxitos y fracasos que nos han hecho reír y llorar, regocijarnos y lamentarnos, esperar y desesperar, en suma, que nos han hecho humanos.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.