Por Juan C. Dumas, Ph.D.*
Ni la bebida ni la comida de este loco son terrenas; la efervescencia lo impulsa a los espacios. Aunque solo a medias se da cuenta de su locura, exige del cielo a las estrellas más hermosas y de la Tierra los mayores placeres, y todas las cosas próximas y lejanas no son capaces de apaciguar la profunda agitación de su pecho.
Fausto, volumen 47, 8. 1808, 1832. Johan Wolfgang von Goethe.
Como analiza minuciosamente el gran filósofo japonés Kitaro Nishida, introductor de la filosofía occidental en su país en los albores del siglo XX, en su compleja obra titulada Indagación del bien, publicada en 1911, existe lo que él denomina una “conciencia social” que no es simplemente la suma de las conciencias –o inconsciencias– que cada miembro de una comunidad porta, sino una entidad existencial que supera la suma de sus partes –aunque se nutre de ellas–, lo que hoy denominamos efecto sinérgico. Por su parte, el filósofo y teólogo danés Harald Hoffding (1843-1931) declara que un bosque es un conjunto de árboles y que, si se lo dividiera en los árboles de manera singular, ya no se trataría más de un bosque.
Contrariamente, hay quienes creen que una sociedad es un conjunto de individuos y que no existe algo independiente llamado sociedad, aparte de aquellos.
Incontables relatos acerca del vínculo entre un bosque y sus árboles –esto es, entre una sociedad y sus miembros– se encuentran en casi todas las culturas, desde cuentos e imágenes budistas y taoístas hasta las más recientes reflexiones existenciales y epistemológicas. El bosque, afirman algunos, es distinto de la suma de los árboles que lo conforman del mismo modo como una sociedad, aunque producto de una diversidad de individuos convivientes, es algo más, dando pie a lo que Nishida llama conciencia social. Pero ésta obviamente no sale de la nada… Como he repetido hasta el cansancio –no el mío, sino el de mis pacientes interlocutores– de la Nada nada sale y, por ende, la “creación” no existe; es, mejor dicho, el eterno e infinito devenir de lo que siempre estuvo y siempre estará en el universo – multiverso– en una transformación incesante que ningún ser humano es capaz de visualizar de manera plena.
Árboles putrefactos dan curso a un bosque putrefacto. Trasladando esta realidad botánica a la social, queda claro que una sociedad corrupta lo es porque contiene una cantidad mínima necesaria de individuos corruptos para transformarse en tal. Una sociedad es cruel cuando late en ella una mínima mayoría que la categoriza y distorsiona hacia ese nefario rumbo. Este concepto es relevante, en mi opinión, ya que solemos denunciar a un gobernante o a la cabeza visible de una comunidad envilecida por éste, pero no a las catervas de personas que lo han elevado al poder, como el millón de pilotes de madera que sostienen a la monumental Nostra Signora della Salute en la boca del Gran Canal de Venecia, para dar un ejemplo más amable.
Para evitar susceptibilidades, acusaciones y malentendidos, permítanme elegir una figura de la historia lejana en vez de cualquier personaje siniestro que hoy en día nos hace sentir que el mundo y nuestras sociedades siguen embarrancándose en un descenso moral vertiginoso.
Usemos, por ejemplo, a Tamerlán, también llamado Timur el Rengo, conquistador y líder militar turco-mongol nacido en 1336 en la actual Uzbekistán y cuyos restos se encuentran en Samarcanda. Él fue el creador del imperio timúrida que cubrió enormes espacios territoriales incluyendo Afganistán, Irak, Irán, Asia Central, el Cáucaso y parte de Turquía. Aunque no todo era horrendo bajo su bestial reinado, visto que tenía gran aprecio por algunos intelectuales de la época y era un mecenas de la arquitectura, el arte, las instituciones educativas y religiosas de su agrado, sus ejércitos liquidaron cerca de 17 millones de seres humanos, lo que en su momento eran alrededor del 5% de la población mundial.
Nutridas crónicas de época, particularmente de los reinos sometidos, lo apodaban “satán” y no por capricho: Tamerlán, cual otros guerreros y gobernantes inescrupulosos y ausentes de empatía y conciencia social –valores que Elon Musk identifica como “obstáculos” para el éxito–, esclavizó a mujeres y niños, torturó, asesinó e incendió a poblaciones enteras, enterró vivos a sus enemigos más acérrimos y, al estilo del camboyano Pol Pot, realizaba pirámides de cráneos en los campos para aterrorizar a sus sometidos, además de pirámides con la piel de sus despellejadas víctimas.
Es inimaginable creer que Tamerlán o cualquier otro terrible bastardo de la Historia de la Humanidad que usted prefiera elegir, hubiese logrado llegar al pináculo de su poder sin la anuencia, el apoyo o la aprobación de una cantidad suficiente de personas –los árboles que terminan definiendo la salud moral del bosque–, que compartieran su visión y fueran agentes activos o pasivos de su crueldad, sea para arrimarse a su poder, disfrutar de premios y prebendas, vengar viejas rencillas y rencores, permitir a través del jerarca de turno recuperar la voz perdida o esgrimir una identidad que nunca tuvieron realmente, como legiones del mal que dan aire y validación al satanás de turno.
Me inquieta pensar cuántas personas de ese grupo original auspiciador de personajes como aquellos que, sable en mano, decapitan a troche y moche para hacerse del poder y sostenerlo a como dé lugar, cuántas personas, digo, hacen falta para torcer la balanza hacia el mal y producir tanta matanza. O al revés, cuántas de ellas hacen falta para revertir el curso de las cosas y evitar desastres de tan horrenda magnitud. Y en las organizaciones seudodemocráticas de hoy en día, cuántos senadores o diputados hacen falta para detener una guerra o la decapitación cruel de servicios básicos a las comunidades en emergencia, mismas a las que también terminan matando en el mediano y largo plazo. Me sigo preguntando quién levantará la mano para evitar que el bosque semi putrefacto que parece hoy dominar el planeta no acabe destruyéndolo todo con su infausto virus.
Tamerlán yace en Samarcanda, demostrando que no hay mal que dure cien años, aunque, como dice el refrán español: “El que espera, desespera.”
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y educador público. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de Manhattan Norte y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.