Cristian Farinola

Luego de asistir a instituciones académicas clandestinas en su natal Varsovia, provocada por la persecución del ejército ruso, llegó a Francia y cambió su nombre. Antes, la futura promesa de la física y la química moderna, se había refugiado durante un año en el campo de sus abuelos, una recóndita aldea que ayudaría a fortalecer y ordenar su inquieta mente. En realidad, se estaba preparando para el desafiante futuro que se aproximaba en la por entonces capital y centro de las ciencias, innovación y conocimiento que se había convertido París a principios del siglo XX.

Aquel lugar lleno de afecto fraternal donde se instaló la joven de 1,50 metros de altura, pero de infinita grandeza, fue la casa de sus abuelos paternos. Lo hizo para escapar de la persecución y el abatimiento, caldo de cultivo de los grandes cambios. Los ánimos comenzarían a transmutar. Ella disponía del acceso a otros universos. Solo tenía que ingresar la llave, girarla y empujar. Acción que no todos están preparados para realizar por temor a descubrir qué hay del otro lado de la realidad. No era el caso de la adolescente.

Con el amparo de la naturaleza, medicina originaria donde se encuentran todas las respuestas, fue despejando dudas. En ese mismo campo de energía también surgiría, como lo hacen las grandes duplas, el magnetismo humano. Y como un imán de la ciencia nunca se separarían. El laboratorio del amor también requiere de sus fórmulas. Y estaba cargado de partículas, ondas y atracción mutua. Se llamaba Pierre.

Pero, ¿Cómo superó la depresión, la discriminación y los estereotipos de la época?

Como haciendo una pausa dentro de una válvula de ensayo, la científica viajó con las ondas de la radiación, que casi inmune, la llevó hasta la cuna de la igualdad, la fraternidad y la libertad. Ese lugar era París.

Su viaje fue un cóctel de concentración, meditación y perseverancia. Todo un hallazgo. Varios. Infinitos.

Ya instalada en los avanzados laboratorios parisinos surgiría en todo su esplendor la inventiva de la joven, curiosa y osada madre de las ciencias modernas. Empoderada. Fortalecida. Como lo hacen los átomos cuando se unifican.

Claro. Nada es fácil para las grandes mentes. Siempre encuentran obstáculos, detractores, intolerancia, celos académicos y demás bajezas humanas. Pero como una gran jugadora que entiende todos los climas y momentos, superó cada dificultad que se cruzaba en el camino para poder acceder a la más elevada pretensión que sólo aspiran algunos privilegiados: la grandeza, el ingenio, lo sublime. Un manjar sólo apetecible para los grandes espíritus. Aquellos corazones sinceros que buscan la perfección. Que se elevan sobre el pantano como la flor de loto.

Maria Salomea Sklodowska, aquella valiente polaca, mutó como lo hacen los virus. En Francia no solo se convirtió en Marie Curie sino en la primera mujer en recibir dos distinciones académicas de prestigio internacional como el Nobel de Física en 1903 y el Nobel de Química en 1911.

Su profundo amor por las ciencias e intensas investigaciones nos dejaron el Instituto Curie y una actitud hacia la vida que debemos imitar. La pionera de la radioactividad y madre de la ciencia moderna murió a los 66 años por una anemia plástica producto a la exposición a la radiación. Viajó con su descubrimiento hacia la eternidad.

Marie Curie no sólo es un logro de la ciencia, sino un símbolo de humanidad y un triunfo sobre la discriminación e intolerancia. Pero sobre todas las cosas, la inagotable Marie Curie es un ejemplo de vida. Su tránsito por este mundo nos deja un legado y un mensaje profundo. Como ella misma dijo: “La mejor vida no es la más larga, sino la más rica en buenas acciones