Cristian Farinola
De un lado y otro del Río de la Plata, el más ancho del mundo, todo se valora, o casi todo. En la frontera fluvial que separa y une Uruguay de Argentina, a la gente no le sobra la plata; un artefacto electrónico, automóvil, zapatillas, ropa de vestir, radio, raqueta de tenis o balón de fútbol puede llegar a durar mucho tiempo. Si se rompe, se busca primero y por todos los medios restaurarlo. El instinto inmediato rioplatense no es desechar, sino buscar la manera de rescatar al producto; alargar su vida útil se convierte en un acto de resistencia y creatividad.
No obstante, el núcleo de la sociedad empieza a reflejar, aunque a una distancia significativa, la voracidad consumista de la sociedad estadounidense, donde, apenas las cosas tienen algunos años, meses y hasta semanas de uso, se tiran y cambian por una nueva. En aquella nación rica y con solvencia económica, es muy fácil crear una necesidad. Los estadounidenses son los maestros absolutos en el rubro del marketing y la publicidad. Desde las oficinas de un rascacielos en Park Avenue, en la gloriosa isla de Manhattan, se desarrollan cautivantes y sugestivos guiones para despertar un continuo apetito por el consumo.
En Argentina, la mejor y más creativa agencia de publicidad puede desarrollar la mejor campaña, pero si no hay plata en el bolsillo o en la billetera virtual del celular, no hay manera de satisfacer esa urgencia. Es como invertir en un país donde no hay consumo; se hace a cuenta gotas y está plagado de incertidumbre. Esa necesidad no se puede saldar porque simplemente no hay plata.
Un rioplatense puede tener una alfombra, las que se dejan en la entrada de la casa o a la salida y entrada de un patio interior, esas que dicen “Welcome Home” o “Home Sweet Home”, por varios años. Se tira y se compra una nueva después de algunos años y muchas lavadas. Esa postura de cuidar el bolsillo también esconde valores y sacrificio. Se ve reflejada en diferentes ámbitos. En la ingeniería, los mecánicos y carpinteros, hasta llegar al seno del hogar familiar. Un auto Ford Falcón Deluxe o una camioneta Chevrolet Silverado modelo 76 puede ser radiante. Un técnico reparando un añoso equipo de audio, un versátil torno o ingenieros calificados que realizan desafiantes tareas que para otros colegas extranjeros pueden ser imposibles o de alto riesgo, como la audaz y eficiente reparación de una pieza fundamental en el corazón profundo de un reactor en la Central Nuclear Atucha II. Ya sea en lo más sofisticado de la industria o en algo minúsculo, el rioplatense primero analiza, luego investiga y aplica su inquieto talento e ingenio para lograr una solución. El descarte no es lo primero que asalta su mente. A los rioplatenses les encantan los partidos difíciles, las finales, los desafíos. Cuanto más grande, mejor. Porque grande también será la alegría y satisfacción de todos los involucrados en el proyecto.
Así, como la abuela Aidee, un alma dotada de amor y compasión infinitas, que regaló un changuito de compras a su hija, veinticinco años después, Elena regresa al mismo carrito que acompañó a su familia en tantas compras y etapas de la vida, rindiendo homenaje a su madre ya ausente, pero siempre presente en cada rincón, vuelve a llenar el carrito con frutas, verduras y hortalizas frescas en la feria barrial que asoma todos los jueves en el conurbano quilmeño. A su edad, el carrito no solo alivia su cuerpo y hace más cómoda la movilidad, sino que también evoca el recuerdo de tantos años compartidos. No es solo un objeto utilitario; es un testigo silencioso de la vida familiar, un recipiente de sacrificios, anhelos y sueños compartidos. Este changuito está impregnado de esfuerzo, de las risas de los niños que alguna vez fuimos, de las conversaciones en la mesa y la alegría de un hogar construido con amor.
Pero lo más conmovedor es que ese changuito de compras lo arregló con valentía y ahínco Nicolás, mi papá, que ahora tiene el sentido de la visión desdibujada y está muy condicionado por una tenaz y severa enfermedad pulmonar obstructiva crónica conocida como EPOC. Aun así, el Tano siempre se sobrepone a la adversidad, reparó el changuito con maestría, devolviéndole el movimiento y dándole nueva vida. “Hay que hacerlo poco a poco. Se puede”, afirmó con voz firme y confiada, reflejando la esencia de su propia existencia.
Y mientras empujo el carrito hacia el puesto del concurrido mercado, reflexiono sobre cómo, en la búsqueda de soluciones y en el cuidado de lo que tenemos, encontramos el verdadero significado de la riqueza. Un legado familiar, la cultura de valorar cada cosa y de buscar repararla, se hace visible en cada pequeño acto cotidiano. No se trata solo de un carrito; es un recordatorio de que la vida se construye paso a paso, con determinación, actitud y amor. Pienso que en todos los ámbitos de la vida debería ser así.
El changuito de compras de mamá es mucho más que dos rueditas de goma, un esqueleto de aluminio y una bolsa de lona; es el símbolo del crecimiento de toda una familia y continuará siéndolo, siempre que se mantenga viva la cultura de valorar las cosas, apreciar lo que tenemos y buscar soluciones para que lo dañado recupere su marcha.
Cada vuelta de rueda del changuito puede llevar implícita una lección, anécdotas y un pensamiento constructivo: se puede, siempre se puede, poco a poco.