Por Juan C. Dumas, Ph.D.

El cerebro humano funciona de una manera muy singular. Una bellísima formación de nubes creaba un telón magnífico a mi caminata vespertina, dibujando en el cielo lo que parecía ser una sinuosa cadena de montañas. Las nubes más blancas en su tope semejaban nieves ancestrales, en tanto su espacio inferior modelaba el cuerpo amarronado de tan esbeltas cumbres. Así, en ese pequeño flash evocativo que me regalaba una naturaleza siempre instigadora de poesía, algunos de mis 100.000 millones de neuronas trajeron a mi mente ingentes recuerdos asociado con las montañas y mi ensoñación por ellas: las áridas Montañas Rocallosas, los inigualables Andes patagónicos galardonados con hielos perennes, las más humildes pero coloridas colinas del estado de Nueva York donde mis hijas hicieron sus primeros senderismos, los magnéticos y silentes Atlas marroquíes, las cumbres y volcanes de la cautivadora sierra ecuatoriana, en fin, un menú histórico de vivencias e impresiones que quedaron archivadas en mi mente sabe Dios por qué, listos a reaparecer a las puertas de la conciencia cuando algún fenómeno similar las convocara.

He aquí la tremenda importancia del pensar, más exactamente, de la atención: según donde la enfocamos, nuestro cerebro continúa esa suerte de diálogo temático, agregando en abundancia reflexiones y ensoñaciones similares que, como montañas, van surgiendo portentosas hasta crear un telón de fondo del matiz de lo pensado. La persona que cae en depresión, por ejemplo, despliega su vida bajo una escenografía depresiva que no le permite ver todo lo bello y virtuoso que existe más atrás de su penosa mise en scène, al menos hasta que un esfuerzo terapéutico consistente o una revelación heurística le corrija tan dolorosa y parcializada ecuación.

También corre riesgos quien diseña un telón o argumento de vida tan optimista o ingenuo que esconde datos perturbadores y escinde hechos de la realidad para no verlos, como una suerte de mecanismo de defensa para dejar en latencia la identificación de elementos estresantes en su vida, quizás porque su aparato psíquico siente que aún no está en condiciones de presentarles batalla y, eventualmente, vencerlos. Así también la mente, específicamente el inconsciente, utiliza mecanismos de defensa del Yo –como la negación, la minimización, la represión, y otros– que esconden a la conciencia esa porción de malestar que produciría una angustia desbordante hasta tanto lleguen refuerzos. En otras palabras, mejor no ver si lo que hay que ver es demasiado desestabilizante para la persona, a veces, para una sociedad toda… aunque ello no sea posible cuando la información mediática nos bombardea con datos preocupantes u ominosas predicciones.

En realidad, el tan consabido vaso está medio vacío (visión depresiva) porque está a medio llenar (visión optimista), y viceversa, según la apreciación subjetiva del observador. Como digo a menudo: vemos el mundo y hacemos lo que podemos con él según la personalidad y experiencias de vida que tenemos (¡y tuvimos!) y bajo las circunstancias que ella nos impone inexorablemente. El monumental filósofo y ensayista español don José Ortega y Gasset lo sintetizaba así: “Yo soy yo y mis circunstancias.” ¿Cuántos artistas en potencia han abortado prematuramente los misiles a uno y otro lado de la guerra entre Rusia y Ucrania? ¿Cuántos hombres y mujeres que podrían haberse  transformado en grandes científicos y educadores yacen sepultados en las inacabables conflagraciones en el Medio Oriente? ¿Cuántos filósofos y líderes ha perdido el planeta en las mayormente ignorades guerras panafricanas? Pero también: ¿Quiénes son los niños que llevarán al mundo a un destino mejor porque viven en ambientes donde reina medianamente la paz, la cordura, la estabilidad económica y se le hace caso a la educación y a la salud pública? Los dirigentes y sabios del futuro ya están entre nosotros…

Es cierto también que muchos de estos datos que la realidad nos presenta en multifacéticos arcoíris nos recuerdan que lo perfecto no existe y que lo imperecedero es total e irrevocablemente ilusorio, una fantasía, un mirage, una ilusión ya no óptica sino conceptual. Cómo no sería así cuando el universo entero se desgrana hacia la no-existencia a velocidades siderales, a más de 9 millones de millones de kilómetros por año. Es pues esta endeble y fragmentada conciencia lo único que tenemos para navegar los tumultuosos ciclos de nuestra vida y la del prójimo debajo de un gran telón cósmico que nos acoge a todos y del cual no sabemos casi nada. ¡Ah, y el amor, el supremo refugio de esta especie que siempre, siempre navega en un mar de incertidumbres!

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y educador público. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de Manhattan Norte y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.