Cristian Farinola

Aquella mañana, Martín se levantó de la cama antes que sonara la alarma del despertador. Los rayos del sol iluminaban la habitación que penetraban por las ranuras de la persiana. Los pájaros celebraban el amanecer sin mirar el pasado ni preguntarse sobre el futuro. Ellos viven, cantan, vuelan. Nunca les falta comida ni un refugio.

Se incorporó, caminó lento al baño, abrió la canilla y se mojó la cara. Sintió el agua fresca recorrer los surcos de sus arrugas decorativas. Mientras se miraba con atención al espejo, pensó en los pliegues en su rostro, ese proceso natural de constante cambio y transición, como la existencia misma. La vida es marchitarse o crecer, reflexionó. A su alrededor, los cuadros de Van Gogh, Miró y algunos libros apilados en la mesa de luz… Hemingway, Tolstoi y Walt Whitman con su magistral “Hojas de Hierba”, salvaje, natural, incontrolable, como el poder de la naturaleza. Un pensamiento lo llenó de ideas, esperanza y vigor. Como una reacción química, Martín cambió su estructura.

¿Puede el pensamiento y la actitud renovar el espíritu y el cuerpo?

No era un día más. Las infinitas capas y profundidades de sus arrugas mostraban que se había reinventado varias veces a lo largo de su vida. Comenzó a contarlas una a una. Se detuvo en las más profundas, y entendió que cada una de ellas tienen una historia que contar, como tenemos todos. Respiró profundamente, llenó sus pulmones, limpió con aire la totalidad de su cuerpo, desde la coronilla hasta los pies. Respirar es renovarse, confirmó.

Finalmente, prendió el celular, ese nuevo refugio de la soledad del siglo XXI digital. Tenía algunos mensajes. “Hola tío”, saluda Emiliano. La estrella no está, pero la luz siempre queda. Te extraño. ¿Cuándo volvés? Tenemos que ir al cine.

Bajó de la habitación y recorrió de principio a fin el amplio parque del hotel hasta encontrar un banco ubicado en la base de un frondoso y añejo árbol. La orquesta de pájaros seguía cada uno con sus sonidos, el sol de enero ahora brillaba en su máxima intensidad y el aire de mar rozaba y refrescaba el cuerpo de Martín que fijó su mirada en la multitud de flores, sus geometrías perfectas y variedad de colores. Al contemplar la naturaleza, observó que ella tiene su propia capacidad para contar historias. Recordó, como alguna vez dijo Albert Einstein, que, en lo más profundo de la naturaleza, con sus patrones y ritmos, podemos quizás entender mejor las cosas.

No es un día más. El milagro está ahí afuera para ser descubierto todos los días. En cada amanecer, parpadeo, movimiento y respiración late la posibilidad de un nuevo comienzo.
Así como un pensamiento puede destrabar, restaurar y cambiar la apatía para convertirse en el motor de un nuevo cambio, todas las arrugas juntas se pueden marchitar para volver a florecer al mundo. El milagro está implícito en cada flor y en cada árbol, pero también en lo invisible, en esa raíz que no se ve, pero es el órgano más importante, como lo es nuestro mundo interior. Martín pensó que cada día es un regalo, una grata sorpresa llena de alegría, gratitud y amor. Cada día es un regalo, como los pájaros, las flores, los amigos y la familia, esa luz que brilla y permanecerá por siempre con nosotros. “Ya estoy en la ciudad, Emiliano. Te paso a buscar para ir al cine”