por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
Algunas filosofías y religiones del mundo comparten una postura que es casi exclusivamente humana: la compasión. Por ejemplo, está en la esencia más profunda, en el pináculo del pensamiento y la acción budistas, el ser compasivo con todo lo que existe porque reconocemos que nada ocurre independientemente de otros fenómenos, que nadie ejerce aisladamente el oficio de vivir y que todos estamos fuertemente afectados por el sufrimiento, el cambio y la impermanencia existencial. El jainismo, al que también podemos considerar como una evolución del hinduismo más enfocada en el deber ser y la moralidad de la persona que en coloridos dioses y rituales, propone a sus 5 millones de seguidores un estilo de vida ético y pacifista en el que la compasión es la consecuencia natural de respetar la vida y ejercitar la no-violencia (la valiente y eficaz ahimsa de Mahatma Gandhi). Y por supuesto, el cristianismo fue y es una revolución, un enorme giro de tuerca evolutivo desde el “ojo por ojo” talmúdico y la agresividad de un Jehová́ beodo de poder hasta el poner la otra mejilla ante quienes nos lastiman, compadecerse de filisteos y prostitutas, y aprender a vivir con amor.
Desde otro ángulo, benevolencia y compasión son primas hermanas en las que la primera se refiere a tener una conducta buena, pertinente, amigable hacia los demás, mientras que la segunda necesita del sufrimiento o del error del otro para ejercitarse. La compasión es un llegar hasta la persona mal herida (por enfermedades físicas, psicológicas, morales, por condiciones de emergencia económica, por crisis personales o familiares, y aun por lo que llamamos “maldad”) y, en vez de rasgarnos las vestiduras y juzgarla bíblicamente entre insultos y amenazas, reconocer su inalienable condición humana y asistirla. Es la compasión la que emerge en Jesús ante el linchamiento inminente de María Magdalena, la que impulsa la oración de un Gandhi mortalmente herido por el arma de su asesino, la que transforma espiritualmente al emperador Asoka, quien deja su espada de conquistador harto ensangrentada para abrazar la meditación budista 200 años antes de Cristo.
Aplicar la compasión en el día a día no es nada fácil, tan entrenados estamos a criticar, juzgar, condenar a los demás, y bajo la nefasta influencia de un modo de pensar y un estilo social que hace “responsable” (y subsecuentemente “culpable”) al niño mal portado, al adolescente confundido, al enfermo, al desempleado, al sin hogar y al que necesita una mano para salir del pozo, haciéndolos causantes de sus miserias, criminalizándolos tanto que tenemos más presos en Estados Unidos que en la China y la India juntas aunque sus poblaciones nos quintuplican. Hay muchos extremistas en nuestro querido país que supuestamente “protegen la vida” pero solamente en su comienzo y su final, es decir, no al aborto y no a la eutanasia. Todo lo que pase en el medio no les importa, aunque creo yo que “proteger la vida” significa hacerlo del todo, y esto incluye facilitar el acceso a una vivienda digna, a un trabajo que permita el sostenimiento de la familia, a oportunidades de educación y superación personal, y por supuesto, el acceso universal a servicios de salud decentes.
Atrapados en su egoísmo, ignorancia y mezquindad, escuchamos estos días tantas voces llenas de odio que se oponen a ayudar a los millones de no asegurados, a los miles de inmigrantes que desbordan nuestras fronteras en terribles emergencias, y a los indocumentados que moran en los EE. UU. por décadas y tienen a sus hijos norteamericanos prisioneros en un limbo tan irracional como siniestro llamado DACA. No tienen compasión los que no quieren asegurarnos si ya tenemos un problema de salud. No tienen compasión quienes triplican los estudios médicos o sobremedican para sacar sendas tajadas bajo cuerda ni quienes hacen que el mismo medicamento cueste aquí́ 10 veces más que en Canadá́ o en Uruguay. No tienen compasión quienes hablan dramáticamente de “defender nuestro estilo de vida” en oposición a estos planes tentativos de salud y normalización de quienes habitan nuestro suelo como si nos estuvieran por invadir las fuerzas del Tercer Reich, los Hunos o los extraterrestres. No tienen compasión quienes esconden que hay muchos más muertos por las industrias farmacéuticas y de seguros –o su ausencia– que todos los que perecieron innecesaria y tristemente en 9/11, Irak y Afganistán.
Hoy en día las industrias de seguros, médicas y farmacéuticas se sostienen unas a otras sobre la base de ambiciones económicas completamente desenfrenadas –como ocurre con la sórdida alianza entre el industrialismo militar y la mayoría de la casta política–, tanto que se terminan hiriendo unas a otras cual Gorgonas hambrientas de sangre que seguirán haciendo más daño que bien hasta que encuentren un Perseo en el camino que las ponga en su lugar. O mejor aún, hasta que recobren la conciencia de que la industria médico-farmacéutica y los seguros de salud han nacido de la honorable intención humana de hacer el bien y que deben actuar con benevolencia y compasión hacia los seres humanos que las han hecho desarrollarse y prosperar y que son el motivo primigenio y ultimo de su existencia.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y educador público. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de Manhattan Norte y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.