por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
Pocos vínculos en la vida son más importantes y significativos que el de padres e hijos. Como todos sabemos, docenas, centenares quizás de personas llegan a nuestras vidas y parten por un millar de razones diversas, algunas más agraciadas que otras, pero, salvo trágicas excepciones, las relaciones de los padres con sus hijos son una constante a través de la vida, desde su nacimiento hasta nuestra muerte. Siendo un fenómeno universal, la humanidad ha ensayado un sinfín de teorías, especulaciones y definiciones acerca de este vínculo tan íntimo que la enorme mayoría de los hogares han experimentado; teorías que adscriben responsabilidades y culpas pendularmente, desde que los hijos le deben un sometimiento bíblico a la incuestionable autoridad del padre –rara vez la de la madre– hasta endilgarles a éstos la culpa por el fracaso real o percibido de sus vástagos. “Hay que tratarlos con dureza”, han dicho padres y educadores por centurias, pero otros proclaman: “Hay que dejarlos ser y corregir sus errores con suavidad”. O como expliqué en mis vídeos educativos para padres hace ya dos décadas y que diseñé justamente para elucidar esta esencial relación, la mejor ecuación es la siguiente: “Amor sin límites y límites con amor”
Las opiniones surgidas de las creencias populares y las de las investigaciones científicas no podrían ser más disímiles. En la actualidad, al menos en nuestras culturas occidentales burguesas, el fracaso de los hijos suele verse como el yerro de los padres… “Algo hicieron mal” y por eso sus hijos han caído en problemas, desde el fracaso escolar y el embarazo temprano hasta la drogadicción y la criminalidad. Esta impresión popular olvida, mejor dicho, desconoce dos elementos que las ciencias médicas, psicológicas y sociales han demostrado casi irrefutablemente. Uno es lo que en psicología denominamos la existencia de un “yo temperamental” que otros llaman el yo caracterológico. Gracias a la labor de psicólogos paradigmáticos como Ana Freud, Melanie Klein, René Spitz, y David Winnicott, y a investigadores como el recientemente fallecido psicólogo, escritor y educador norteamericano Jerome Kagan, aprendimos que el temperamento de los seres humanos comienza a manifestarse desde la primerísima infancia a partir de conexiones neuronales que imprimen un carácter propio a cada persona y que, si bien puede modificarse a través de la cultura (padres, sociedad, educación), forja personalidades más inclinadas a la ansiedad, el estrés y la hipersensibilidad o a sus contrarias, la relajación, la actitud mental positiva y el equilibrio. Qué quiere decir esto. Simplemente que la personalidad de nuestros hijos –y la propia– no solo es el resultado de la inversión parental (cariño, protección, valores, modelaje de conducta y modos de ser) sino que hay factores constitucionales que pueden trastocar aquella fórmula de que, si los tratamos con amor y somos un buen ejemplo para nuestra progenie, la rama no caerá lejos del árbol.
Las conexiones neuronales atípicas, irregulares o anómalas que hacen que el niño ansioso se transforme en un joven irascible y quizás en un adulto antisocial merecen un capítulo aparte, especialmente en cuanto a que nos preguntemos como sociedad si el infractor de las normas, el “mal portado” o el delincuente no tienen más remedio que seguir los dictados de su cerebro por más inadaptadas o nocivas que sean sus conductas emergentes; esto nos lleva a revisar también las leyes y los códigos policiales y de justicia criminal ante lo que parece ser la irreversibilidad –el determinismo– de estas variables orgánicas y ya dejar de castigar al sordo porque no puede oír y al ciego porque no puede ver.
El segundo elemento aportado por las ciencias es el que demuestra que, a partir de la adolescencia, el rol del grupo social –real y virtual– del que se rodea el joven y al cual trata por todos los medios de pertenecer, influencia mucho más la conducta juvenil que cualesquiera consejos y mandatos que hayan recibido sus padres o cuidadores primarios. Aún en condiciones ideales, es decir, tratándose de padres que han sido consistentes y coherentes entre su discurso y su conducta, esa búsqueda adolescente de lograr la aceptación del grupo que lo rodea es capital en dicha etapa y puede echar por tierra muchos años de esfuerzo y de virtudes parentales. De allí que, por ejemplo, una joven es cuatro veces más propensa a tener sobrepeso si la mayoría de sus amigas son obesas, o que ese hijo es cuatro veces más proclive a consumir drogas, alcohol, o a tener conductas sexuales de riesgo si la mayoría de sus amigos también lo hacen.
Flaco favor nos hace este “darse cuenta”: por una parte, nos libra a nosotros, los padres, de una cuota pesada de culpa y cargo (no somos los responsables únicos y exclusivos de sus conductas), pero nos ata las manos por la otra, dejándonos como espectadores silentes de los riesgos y aventuras que ensayan los jóvenes mientras sus progenitores protestan, lloran y claman por su protección y bienestar. Al fin y al cabo, ellos son los herederos de nuestros genes, de nuestro nombre e historia familiar, y hasta cierto punto de nuestros éxitos y fracasos.
El creador de los servicios de salud mental para el programa federal de asistencia infantil Head Start decía en sus conferencias décadas atrás que cuando era soltero y sin hijos tenía dos excelentes teorías acerca de la crianza y educación de los hijos, pero luego tuvo dos hijos y se quedó sin teorías. También decía otro gran psicólogo y educador: “Denme los niños de cero a cinco años”, refiriéndose a que la educación y formación temprana eran capitales para el desarrollo normal de la personalidad. Como he dicho en incontables ocasiones, yo prefiero decir: “Denme los padres de los hijos de cero a cinco años” porque es a través de ellos que prepararemos sus personalidades de manera adecuada. Y ahora cabe agregar como padres y educadores: “Denme los padres de los niños que serán los compañeros de barrio y amigos escolares de los míos”, para tratar de asegurar que su influencia cuando llegue la adolescencia sea sana y creativa y no tóxica y destructiva. Parece una tarea quijotesca, casi inalcanzable, pero eso es parte de lo que intentamos realizar nosotros, educadores y profesionales de salud mental, a través lo que llamamos psicoeducación, incluyendo este mismo artículo que usted acaba de leer y que espero difunda.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.