por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

Para muchos católicos, especialmente aquellos más conservadores o tradicionalistas, la referencia bíblica del “valle de lágrimas” no sólo es pertinente sino también una invitación a acompañar el sufrimiento de Jesús en la cruz y, como Él, todas las tribulaciones de la vida humana antes de, eventualmente, arribar al cielo o caer en las horrendas fosas del infierno. Se podría argumentar desde el punto de vista psicológico que esta aceptación del sufrimiento humano sugiere, por una parte, un vínculo de universalidad a éste, lazo que hace al padecer menos exclusivo de cada uno de los seres humanos que lo sobrellevamos; también, esa visión puede transformarse en una postura pasiva en el sentido de que transitar por este valle de lágrimas nos toca a todos y que no hay necesidad o urgencia de ‘levantar campamento’ e ir en busca de territorios menos dolorosos o lacrimógenos.

Desde el evangelismo moderno, un apéndice metastatizado del más prudente protestantismo luterano, hay en muchos pastores una insistencia en proclamar que la intención última del Ser Supremo es que seamos felices y que gocemos de las bondades del vivir y el convivir en un planeta supuestamente creado por Aquél para nuestro gozo y regocijo. Aunque esta perspectiva más entusiasta de la felicidad que la anterior tiene su mérito en cuanto al impacto psicológico en los creyentes, hace por otra parte más honda la desazón cuando el malestar, el dolor, el padecimiento en cualquiera de sus formas golpean a la puerta de la experiencia humana. Hay quienes hasta consideran que caer en estos sufrimientos es una forma de debilidad moral o espiritual y, en su expresión más extrema y si me permite decirlo ridícula, el Christian Science –más secta que religión–advierte que cualquier enfermedad humana es el producto de un desequilibrio espiritual y por ello lo que hace falta es oración y fe en lugar de tratamientos médicos, con las obvias consecuencias para quien la padece.

La psicología, ciencia y arte que a veces tiene demasiado de lo uno y poco del otro, también ha vivido estas posturas pendulares que van desde “todos estamos enfermos, neuróticos y necesitamos ayuda profesional para seguir adelante en un convivir que está plagado de problemáticas,” hasta un: “Vamos a enfatizar la importancia de la felicidad y su búsqueda.” De hecho, el psiquiatra y ex presidente de la Asociación Psicológica Americana, Martin Seligman, comenzó su investigación acerca de la felicidad luego de haber desarrollado y comprobado dos importantes conceptos como lo son “la desesperanza aprendida” (learned hopelessness) y la “desesperación aprendida” (learned helplessness). En su estudio con ratas de laboratorio, Seligman comprobó de una manera bastante cruel que la rata puesta en un cubículo con el alimento demasiado lejos de su alcance aprende a tener desesperanza luego de penosos intentos de llegar a la comida y fracasar. Aun cuando el investigador progresivamente va bajando el alimento hasta que llega el punto donde el roedor
efectivamente podría alimentarse, él no lo intenta porque su cerebro, su sistema biopsíquico, ha aprendido a no tener esperanza, a que esa comida está más allá de su alcance.

Un penoso correlato humano a esa investigación de laboratorio es el del hombre negro, marrón, o de minorías o el de edad más avanzada que desiste de buscar trabajo luego de haber recibido docenas de “no” en su intento de conseguir el pan de cada día, o el de la mujer que deja de reclamar igualdad de derechos en sociedades machistas o misóginas que la aplastan.

La hija de Seligman, cuenta la historia, le preguntó una vez a su padre por qué tanta insistencia de la psicología y la psiquiatría de los años 70 en la enfermedad y el padecimiento humanos y eso entusiasmó al investigador a aplicar el mismo rigor científico en el otro extremo de la realidad fenomenológica: la felicidad y el acceso a ella. Hace aproximadamente 30 años que el péndulo se ha movido radicalmente desde el estudio de las patologías hasta el estudio de la felicidad, comparando con los criterios religiosos que mencionara antes, pasando el discurso del “valle de lágrimas” a “seamos felices porque Dios así lo quiere.”

Hace muchos años que en lo personal priorizo la idea del sentido de la vida, de encontrar significado y transcendencia en quiénes somos, las cosas que hacemos, quiénes nos rodean y por qué, en lugar de una búsqueda –en mi opinión tan pueril como ingenua– de la felicidad. He dicho en cuanto ámbito me fue posible, desde mi práctica de psicología hasta mi cátedra universitaria, pasando por los amigos que toleran amablemente mis digresiones intelectuales, que la felicidad llega a nosotros como un invitado a la mesa de la vida al que no habíamos convocado, pero que se acerca a compartir con nosotros inesperadamente. Insistir en la búsqueda de la felicidad no solamente es absurdo sino también un ejercicio de neurosis francamente evitable. También suelo dar el ejemplo de las mascotas que tenemos, sean perros o gatos, los que la mayor parte del tiempo se muestran muy felices, pero yo no quisiera estar en su lugar existencial, aunque a veces cuatro patas pueden ser más eficientes que dos… Muchos seres humanos con deficiencias cognitivas o retrasos mentales suelen tener un encantador rostro de felicidad, mismo que aplaudo, pero nuevamente, ¿quisiera usted estar en el lugar de ellos?

Echando más leña a este fuego de las últimas décadas respecto de la trascendencia de la felicidad, se le agregan, al menos en la cultura norteamericana, dos condimentos que la hacen aún más tóxica: esa felicidad tiene que ser total e inmediata (“be totally happy, now”). Volviendo a las ratas de laboratorio, otro genio de la neuropsicología, la etología y la medicina, el francés Henry Laborit, descubrió que si a la rata se le permite acceso irrestricto a tocar un botón que le brinda una sensación de placer orgásmico, seguirá presionándolo sin cesar y este desbordado impulso erótico la llevará eventualmente a la desnutrición y a la muerte. Mi punto es que es imposible e innecesario para la vida y para su trascendencia el andar corriendo detrás de la felicidad porque de ese modo no la obtendremos nunca o moriremos saturados por ella.

Tantos filósofos y personas con sentido común nos advierten –y con buen criterio– que no sólo se trata de llegar a una meta sino también de disfrutar y valorar el camino hacia ella. Más aún, para el taoísmo puro –lo digo así porque ha habido deformaciones horribles y vulgares de esta extraordinaria filosofía de Lao Tzú–, no tenemos por qué establecer distinciones entre camino y meta como tampoco entre ellos y el caminante. Son todos uno. Dice una de las figuras más nobles e inspiradoras del budismo vietnamita, Thích Nhất Hạnh, que un árbol no existe en solitario: el árbol es su raíz, su tronco, su follaje, pero también es el aire que lo rodea, es la tierra que lo sostiene, es el sol que lo nutre, etc. etc., de manera que distinguir cada uno de sus componentes no nos permite tener un concepto acabado e integral de lo que es “un árbol.” Los filósofos existencialistas, antes que este magnífico pensador vietnamita ya fallecido, también lo decían a su manera: los seres humanos no somos, sino que venimos-siendo-en-el-mundo-en-el-aquí-y-ahora (living-in-the-world-in-the-here-and-now), el dasein de Martin Heidegger que inspirara a varios teóricos y escuelas de psicológica moderna. A Sigmund Freud y otros fundadores de la psicología debemos agradecerle asimismo su énfasis en el estudio del pasado, ya que ese “aquí y ahora” no existe si no ha habido un pasado que lo fuera corporizando… o al decir de otro gran iluminado, Carl Sagan: “Somos polvo de estrellas.”

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y educador público. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de Manhattan Norte y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.