por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
En la monumental película de John Frankenheimer llamada en español “Los centauros”, filmada en Afganistán y España en 1971, uno de los personajes principales interpretado por Omar Shariff, Uraz, es un valiente jinete que participa del arriesgado juego de buzkashi, una mezcla de pato y jineteada por compararla de algún modo con nuestras tradiciones criollas. En esta añeja versión, la pelota con asas es reemplazada por una carcasa de carnero o chivo por la que los contendientes deben pelear sobre sus caballos y a golpe de fusta y bravura llevarla a la meta. Además de hacer una exhibición magnífica del folklore tradicional de Afganistán y el Asia Central, donde se juega este deporte desde el medioevo, la película nos muestra la tozudez, la ignorancia, la determinación, el gusto por el riesgo y la violencia que, 50 años después del film, siguen caracterizando a gran parte de aquella sociedad de clanes que pelean con uñas y dientes entre ellos, pero se unifican cuando cualquier extranjero, Grecia, India, Gran Bretaña, Rusia, o Estados Unidos, intentan dominar tan colérico país.
El actor Jack Palance interpreta al padre del jinete, Tursen, un hombre hosco e inflexible que ha entrenado su hijo para ganar cueste lo que cueste. Uraz cae de su caballo y se fractura la pierna para desdicha y enojo de su padre, accidente que lleva a la familia al borde de la ruina económica y emocional. Es que la recompensa en esta exhibición de coraje ecuestre no es meramente material sino moral: el prestigio que logra la familia ganadora de tan aguerrido deporte es incuestionable, algo así como el que logra la escudería del corcel que gana la también ancestral carrera del Palio en Siena, Italia.
La ignorancia, caldo de cultivo de tantas maladies, se pone de manifiesto cuando el competidor trata de curar la fractura rodeando su pierna con hojas del Sagrado Corán… así como desde el catolicismo hay quienes creen que una estampita será suficiente para vencer el COVID-19 y, por ende, no se vacunan –a pesar que el Sumo Pontífice sigue rogando para que lo hagan–, o desde el evangelismo, pastores y rebaños insisten en que sus cánticos y bendiciones son mejores que cualquier vacuna. Y claro, también están los desconfiados y paranoides crónicos (muchos miembros de la fuerza policial, las minorías de color, los jasídicos, los fundamentalistas, los que temen ser impregnados con sinestros chips para monitorear… sus irrelevantes vidas), los omnipotentes (hordas de jóvenes menores de 30 años, los que viven en la-la-land), los de escasa instrucción (blancos sin educación terciaria, trumpistas, fascistas, mesiánicos de todo credo y color), y los que se oponen a cualquier vacuna Dios sabrá por qué (millares de quiroprácticos, radiólogos, “naturistas”, y otros pseudoprofesionales).
Ignorancias que siguen complicando las estrategias sanitarias del planeta entero y que, cuando no son pseudorreligiosas, son el resultado de la desinformación y de tantas teorías conspirativas que a las personas con un poco de sentido común nos dan náuseas y frustración en similares dosis. El premio Nobel de Economía Paul Krugman, expresa en su columna de opinión en el New York Times: “Para decir lo que debería ser obvio, vacunarse y usar una máscara en espacios públicos no son decisiones personales. Cuando usted rechaza la vacuna o se rehúsa a usar máscaras, está incrementando mi riesgo de contagiarme de una enfermedad potencialmente mortal o incapacitante y ayuda a perpetuar el costo social y económico de esta pandemia… Una minoría irresponsable está privándonos al resto de nosotros de vida, libertad, y la búsqueda de la felicidad” –como lo proclama con bombos y platillos la constitución norteamericana.
“La América vacunada ya está harta; la persona sin vacunarse ha decidido infringir un daño prevenible e injustificable a las familias, amigos, vecinos, la comunidad, el país y el planeta” –acota desde las antípodas políticas David Frum, ex asesor republicano y escritor presidencial de los Bush. Pero como señala sabiamente Jamelle Bouie, también editorialista del New York Times: “Cuando uno estructura una sociedad de manera que cada persona sea una isla, luego no puedes culpar a la gente porque inevitablemente actúen de esa manera. Si queremos un país que tome la solidaridad de manera seria, deberemos (primero) construir uno.”
En el sello de nuestro país leemos: E pluribus unum, es decir “de muchos, uno” o unidad en la diversidad, resaltando lo que debiera ser ese sentido de unidad nacional en la que, idealmente, todos empujamos el carro hacia el mismo lado, muy especialmente en tiempos de crisis. Pero, qué va, si la sociedad norteamericana actual es más parecida a la afgana que a la canadiense, por mencionar a una nación vecina que, aunque plena de diversidades y reyertas lingüísticas y etnoculturales, encuentra un destino común bajo su Red Maple Leaf.
Afganistán vuelve al primitivismo retrógrado y misógino bajo el clan Talibán, cuya victoria lastima a cualquier ser humano a quien le importan los demás, especialmente las mujeres y los que desean vivir en libertad. Su ignorancia es proporcional a la inoperancia de quienes intentaron “civilizar” aquella nación gastando miles de vidas y un trillón de dólares en dos décadas infames, aunque no se me escapan más sórdidas intenciones: la venta de armas a como dé lugar, el inflar los presupuestos de una inteligencia tan mediocre como voraz, y el querer “exportar” la democracia a punta de pistola cuando todavía, en este país nuestro, ella sigue siendo una aspiración más que una realidad materializada. O peor aún, provocar el caos en una región volátil que puede traducirse en enormes dolores de cabeza para nuestros actuales contrincantes en la escena mundial: China, Rusia e Irán.
Ya se imaginará usted cómo termina el film de John Frankenheimer: aunque Uraz gana la competición a fuerza de valor y testarudez, le han tenido que amputar la pierna en el proceso, revelando la pérdida delante del público, como humillando a su obstinado padre y obligando a los espectadores a preguntarse si tanto sacrificio valía la pena… como estos fatídicos 20 años de guerra. Los Estados Unidos y Europa, particularmente la OTAN, también han perdido una pierna llamada credibilidad, lo cual hará mucho más difícil seguir caminando a partir de ahora.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.