por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
El ya fallecido padre de la Terapia Racional-Emotiva (REBT), Albert Ellis, sostenía que los seres humanos somos por naturaleza “irracionales”. La mente, precursora inexorable de nuestras acciones, está impregnada de creencias irracionales, de prejuicios, de aprendizajes erróneos, de opiniones y certidumbres que no tienen asidero alguno en la realidad, sea esta científica o experiencial. Por ello, buena parte de la labor terapéutica es una tarea psicoeducativa, docente, en la cual, con la desinhibida intensidad de un Ellis o con la más discreta técnica de cuestionamiento socrático de Aaron Beck (creador de la terapia cognitiva-conductista, o CBT, recientemente fallecido) ayudamos a los pacientes a identificar estas distorsiones e irracionalidades para construir alternativas mentales más lúcidas, objetivas, reales y pertinentes. En otras palabras, nos esforzamos los terapeutas en aumentar su nivel de conciencia y el tan mentado “darse cuenta” de las cosas, objetivos que comparten el psicoanálisis y otras modalidades terapéuticas, la filosofía y algunas prácticas religiosas y meditativas.
Tomar conciencia de las cosas y hacerse cargo de lo que pensamos, sentimos y, en última instancia, hacemos, requiere indefectiblemente explorar el pasado, tanto familiar como histórico, porque de no hacerlo corremos el riesgo de sacar conclusiones más irracionales que iluminadas. Darse cuenta de la realidad significa también internalizarla, incorporarla a nuestros esquemas de pensamiento porque si no los actualizamos seguiremos pensando y actuando con ideas e informaciones caducas que esa misma realidad en la cual tratamos de navegar ha dejado atrás hace años o décadas.
A menudo digo que hay seres humanos que aún viven en el siglo XIX o más atrás, pues sostienen conceptos que la ciencia y el mejor entendimiento de la realidad han demolido hace centurias. Las creencias religiosas, políticas, sociales y ambientales del vivir y del convivir están a veces tan lejanas a la realidad actual que se tornan patéticas, irrisorias o hasta peligrosas. Por ejemplo, sostener todavía que la industrialización fabril y la explotación tecnológica desmesurada no tienen nada que ver con los ingentes cambios climáticos del planeta es tan dislocado como seguir pensando que la mejor manera de gobernar un pueblo es por medio del sometimiento y la ignorancia. Creer que el comer ciertos alimentos atenta contra la voluntad de dios es tan absurdo como no darse cuenta de que la violencia y el crimen se reducen enormemente si la comunidad que las padece invierte en un piso, red o colchón de subsistencia básico, en la educación general, y en el aumento de las oportunidades para todos. No lo digo yo solo, lo dicen cuantiosos estudios sociales, médico-sanitarios, mediciones antropológicas y análisis económicos, mismos que nos han hecho entender mejor las causalidades e interconexiones que conforman el tejido social del cual somos arte y parte.
La irracionalidad aplicada al quehacer religioso y político es generadora de decisiones y emprendimientos que, lejos de agregar al bien público, lo destruyen y a menudo cobran víctimas humanas innecesariamente inmoladas, sea en lo alto de la pirámide azteca –donde los dioses se aplacaban con las ofrendas del corazón del enemigo– o desde el escritorio de un déspota que vandaliza a sus vecinos arguyendo justa causa a su accionar homicida. Golpear o matar a una persona porque ha tirado al piso un libro que el agresor considera ‘sagrado’ o a quien realiza valientemente campañas de vacunación en países donde la sospecha es el pan de cada día, o a la pareja que decide casarse rompiendo barreras culturales, religiosas, étnicas o de género, demuestran el largo camino que, como comunidades convivientes, debemos seguir transitando para que el respeto a la vida y a la diversidad del prójimo sean moneda corriente… alguna vez. Bañar imágenes religiosas en leche en la misma población que sufre hambre crónicamente es tan absurdo e inmoral como contagiar al prójimo con enfermedades, –sí, COVID incluido–, sólo porque su ignorancia los hace resistentes, no a los virus o a las bacterias, sino al sentido común y al respeto por el prójimo.
Desmontar andamiajes sostenidos meramente por la tradición o la costumbre, pero contrarios al sentido común y a las evidencias científicas, es imperioso si deseamos construir modelos de convivencia más sanos y respetuosos de la vida, misma que hace a la esencia de la realidad y que debiera ser su motor y último fin. Esta tarea reconstructiva, educativa, es la misma que intenta el binomio terapeuta-paciente en una interacción que, si exitosa, liberará al segundo de las pesadas cargas que le han impuesto –o se ha impuesto a sí mismo– en la compleja estrategia de vivir: prejuicios, creencias irracionales, esquemas de pensamientos que, además de psicofísicamente onerosos, lo alejan de la realidad y atentan contra los valores más esenciales de la existencia humana, aquellos que sintetizara Sigmund Freud sencillamente y con espléndida conciencia con solo dos palabras: amor y trabajo.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan, y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.