por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
¿Qué te falta para ser feliz?
Darte cuenta que no te falta nada.
¿Qué te falta para ser feliz?
Valorar con más frecuencia e intensidad
lo que ya tienes,
lo que ya eres,
lo que sientes
y lo que compartes con los demás.
El príncipe llamado Sidarta Gautama vivía en el palacio de su padre en una pequeña cuidad-reino al sur de los imponentes Himalaya, Sakia, probablemente en el actual Nepal, rodeado de cuanto lujo era posible tener hace 2.500 años. La única restricción que su padre, el jefe local o rajan le había impuesto, dice la famosa leyenda, era que Sidarta no saliera del predio palaciego en su vano intento por preservar su felicidad, evitando que el joven, esposo y padre de una criatura (que la leyenda suele ignorar porque resulta algo egoísta abandonar la propia familia, así sea para emprender una búsqueda espiritual), viera con sus propios ojos los azotes de la vida, incluyendo los estragos producto de la enfermedad, la vejez, la pobreza y la muerte.
Cuando su fiel cochero Chana, ignorando el mandato paterno, lo paseó por el mundo allende la frontera palatina, lo que pasó en la mente y el corazón de Sidarta es fácil de entender; más aún, desde un enfoque psicológico lo del príncipe fue un caso de estrés agudo (luego de cuatro semanas lo diagnosticaríamos como desorden de estrés postraumático) seguido de una profunda depresión, tan intensa que desarmó todas sus defensas, le supo amargo e irreal su estilo de vida privilegiado, y lo impulsó a una larga búsqueda “de la verdad”. Existencialmente hablando, Sidarta se despegó de esa cáscara protectora impuesta por su amable padre y se quedó desnudo de propósito. Fue tan grande su dolor y su angustia que de allí mismo surgió la energía, la imperiosa necesidad de descubrir de qué se trata la vida si al final la enfermedad y la muerte se apoderan del ser irrevocablemente. Como explico a mis pacientes y alumnos cuando es pertinente, el ánimo depresivo o “des-ánimo” puede transformarse en una excelente herramienta terapéutica si la sabemos utilizar para salvar escollos, tomar decisiones e implementar cambios que nos liberen de ese peso agobiante.
Como nos pasa también a todos, el medio ambiente en el que moramos y la cultura que nos rodea y a la cual somos permeables tuvo una influencia enorme en los primeros pasos que diera Sidarta luego de abandonar el palacio de su padre-rajan, y su familia: prácticas de mortificación faquiristas (precursoras del flagelo medioeval de monjes cristianos y de chiitas musulmanes), un ascetismo radical, y un sectarismo yóguico que se apoderaron de este pobre hombre hasta la desesperación. Fue mendicante, limosnero y anacoreta; pasó hambre, sed y miserias que terminan quebrando la humana voluntad o la fortalecen. No sabemos a ciencia cierta cuánto tiempo pasó hasta que Sidarta, dice otra leyenda, mirara su famélico rostro en un curso de agua y se diera cuenta que el lesionar el cuerpo de esa manera no llevaba a ninguna iluminación, pero probablemente fueron años de deambular por la India milenaria en busca de una solución a lo que hoy diagnosticaríamos como un caso severo de angustia existencial.
Luego de ese segundo shock, al verse a sí mismo tan demacrado y hambriento, Sidarta lanzó una carcajada como diciendo “¡qué estupidez estoy haciendo!” Lo que siguió fue un camino de introspección meditativa y sondeo espiritual que fue la base de lo que hoy llamamos Budismo, es decir, seguir ese camino que Sidarta Gautama, ahora convertido en un Buda iluminado, predicara hasta su muerte cuatro décadas después. Los aportes, virtudes y beneficios del Budismo, que en esencia no es una religión sino una filosofía y un modo de vivir y de convivir (con los demás, con la naturaleza, con uno mismo, con la mayor armonía y equilibrio posibles), son inmensurables. En mi humilde opinión, creo que el regalo más grande que el filósofo Sidarta nos diera hace 2.500 años no son solamente la compasión y el respeto por todo lo existente (fundamentales, claro, tanto como la caridad musulmana y el cristiano amor al prójimo) y las prácticas meditativas, luego engrandecidas, coloreadas y deformadas por donde el Budismo dejó su huella inspiradora a través de toda Asia, sino esa realización, ese darse cuenta de que, entre la mortificación más brutal y el hedonismo más deleitoso, entre la banalidad y el sacrificio, existe un camino ancho, transitable, razonable, que se denomina “el camino medio”
Hoy este sendero podemos entenderlo en términos modernos como moderación, prudencia, tolerancia, paciencia, un accionar ni impulsivo ni agresivo, ni histriónico ni histérico que nos lleve a buen puerto sin chocar con los excesos que la mente produce en nuestra conducta, un ser discreto que ni acosa ni teme, que ni lesiona su cuerpo ni lo satura de innecesarios bálsamos, una persona que al caminar (como lo sugieren en el templo de Kioto), no desplaza ni patea las piedras del sendero ni tampoco permanece inmóvil. Un vivir-en-el-mundo-en-el-aquí-y-ahora, sí, pero con un ojo que aprende de su pasado –sin culpa ni rencor– y otro que mira hacia el futuro –sin desesperación ni miedo. Un sendero que en el cual caminante y camino se fusionan en armónica unidad, imbuidos en una naturaleza que los contiene a ambos, mejor aún, que es la sustancia vital de la cual han nacido y a la que volverán, tarde o temprano, en este viaje eterno y maravilloso en un universo tramado de entre-seres.
Debemos igualmente reconocer que se ha criticado mucho al Budismo porque, por una parte, insiste en el desapego y la eliminación del deseo como resorte hacia la felicidad y la superación personal y la eliminación del doloroso ciclo de reencarnaciones que vive el ser hasta que llega a su transcendencia superior; pero parece irónico que el destino final de esa búsqueda sea uno mismo, introspección que conlleva implícita una semilla de egoísmo ya que lo que ambiciona el practicante del Budismo es esa liberación para beneficio propio, algo así como hacer generosas donaciones para pagar menos impuestos, si me permite la odiosa comparación… Afortunadamente existe también una corriente dentro del Budismo que es socialmente comprometida y en la cual la ayuda al prójimo y el servicio desinteresado a los demás son fundamentales para realizar ese camino de superación y cuya figura en la simbología budista está bellamente representada por el Bodisatva, el Buda que ya bien podría desligarse del ciclo angustioso de reencarnaciones pero elije quedarse en el mundo para asistir a los demás y lograr que los otros también se superen, ejemplo maravilloso de solidaridad que en parte logra resolver la antedicha contradicción.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.