por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

La plaza pública estaba repleta de gente. Algunos aplaudían. Unos pocos lloraban. La enorme mayoría guardaba un silencio sepulcral, cómplice. Grupos pequeños aquí y allá apenas se atrevían a murmurar, a dar opinión acerca de cómo aquello había sucedido. Auscultaban vigilantes a su alrededor por temor a que sus palabras también merecieran condena, castigo u ostracismo.

Cuando me hice espacio entre la gente, no sin esfuerzo, la vi. Una hermosa mujer, ya entrada en años, yacía atada a un poste, sosteniéndose a él con manos ensangrentadas y temblorosas para no sucumbir. De su vestimenta, otrora señorial, colgaban apenas unos harapos que ya no escondían su desnudez. Había en el aire un tufo nauseabundo, mezcla de sangre, orina y lágrimas. La mujer mantenía su cabeza baja cual cordero pascual; miraba al piso confundida, quizás pensando cómo su fortuna se había desvanecido a manos de una banda siniestra de asaltantes que la habían tomado por sorpresa; cómo su autoridad había sido tronchada en sucesivas lonjas de desprecio y mofa por todo lo que aquella dama representaba.

La gente, como siempre, y como en ese brutal momento, no se había movido un ápice para protegerla o por lo menos reclamar un trato más digno a su persona. Y así fue como los empujones fueron haciéndose cada vez más fuertes, sus enemigos envalentonados ante el silencio general, para luego dar lugar a crueles bofetadas que le habían lacerado el rostro y daban a su cara esa opaca palidez que anticipa la muerte. Después llegaron rabiosas trompadas a su estómago, tan intensas que le habían quitado el aliento y las ganas de luchar.

Abrumada, hostigada, insultada, escupida, fue fácil para aquellos bastardos desnudarla con ferocidad y violarla a plena luz del día. Un espectáculo horroroso y macabro que no se veía desde los tiempos del terror, cuando la Revolución Francesa descendió a los avernos más deleznables; quizás, desde el perverso martirio de la tan noble doncella de Orleáns… Eran esas las mismas fuerzas oscuras del mal, ésas que se alimentan del odio, de la intriga, del rencor, de la imbecilidad humana, del revanchismo, del miedo a alzar la voz, de un ingenuo pensar que las cosas volverán a su normalidad mañana. Mañana…

Pregunté cuál era el nombre de esa mujer tan públicamente vejada. La mayoría no me miró a los ojos y prefirió guardar silencio. Alguien finalmente me susurró su nombre al oído: “Justicia. Se llamaba justicia” –dijo, antes de desaparecer entre la anestesiada multitud.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y educador público. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de Manhattan Norte y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.