Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
“The essential American soul is hard, isolate, stoic, and a killer. It has never yet melted.”
D.H. Lawrence (1885-1930)
“¿Qué es un imperio sin filósofos? Una banda de criminales bien armados”
El autor
El pentágono norteamericano, el empleador más grande de los Estados Unidos, acaba de recibir un presupuesto pantagruélico de 700 billones de dólares para cubrir sus objetivos logísticos, estratégicos y geopolíticos, desarrollar nuevas armas ofensivas y defensivas, y seguir trasladando el campo de batalla al oscuro espacio que abraza nuestro planeta y le permite vivir. Todavía. Mientras tanto, el presupuesto educativo de nuestro país es de unos 120 billones de dólares, es decir alrededor del 17% del militar. Lo mismo sucede en varios países “punteros” en la disputa por el dominio regional o mundial: China, India, Rusia, Gran Bretaña, las Coreas, Arabia Saudita, Israel… Y así está bien. ¡Está muy bien! Eso, si queremos seguir apostando a una sociedad de guerreros bastante huérfana de intelectuales y, qué decir, de sabios.
El Imperio Romano se hizo trizas en el año 476, abriéndole la puerta a un sombrío milenio en el que la miseria, la invasión, las pestes (tanto biológicas como sociales) eran el pan de cada día. Por qué un imperio tan enorme como el Romano se terminó deshaciendo tan patéticamente tiene varias respuestas. En parte tuvo que ver el desmembramiento en dos grandes bloques en oriente y occidente con dos magníficas pero alejadas capitales, Roma y Constantinopla (la actual Estambul), cuando Constantino lo decidió así en el año 330 de nuestra era. También ayudó a su destrucción el consuetudinario maltrato del ejército y el desprecio la clase gobernante romana hacia los pueblos que habían subyugado en los cuatro puntos cardinales de la Ciudad Eterna, tanto que los dominados se dieron cuenta que las huestes bárbaras (de germanos, visigodos, vándalos, anglos, sajones, francos, y ostrogodos) eran más justas y menos violentas que los supuestos ciudadanos civilizados del imperio. El cálculo que hicieron fue muy simple: Ayer me robaste el pan, el trigo, la vaca y la mujer; hoy robo tu vida. Cálculo que peligrosamente siguen haciendo muchos aplastados y desposeídos en el mundo actual, bajo otros nombres y circunstancias.
Desde el punto de vista ecológico, hay quienes creen que el Imperio Romano no pudo extenderse ni protegerse lo suficiente por la sistemática destrucción de las selvas y forestas que, como lo explicara el famoso antropólogo escocés del siglo pasado, Sir James Frazer, en su extraordinaria y monumental obra “La Rama Dorada”, eran tan amplias que se podía caminar dentro de los bosques sin salir nunca de ellos, desde la capital romana hasta el Mar Báltico y el Océano Atlántico, en un mar de verde protector de ejércitos, por una parte, y por la otra plagado de leyendas, temores atávicos, ladrones, fugitivos, osos, leones europeos y otros animales salvajes. El talado de tantos miles árboles hizo cada vez más difícil la construcción y reparación de armas, puentes, catapultas y carromatos que necesitaban las tropas romanas para “imperar” y seguir dominando a Europa.
Quizás, al final del día, Roma cayó porque, existencialmente hablando, todo tiene que caer, fenecer y recrearse, y asimismo porque su decadencia moral se hizo irreparable. Como sugería casi con desesperación el gran poeta Horacio en una de sus bellas Odas, era menester restaurar la dignidad de Roma y el valor de previas generaciones donde “los valientes camaradas y sus dignas esposas nutrían y educaban bien a sus pequeños y a la juventud”. Por eso esas generaciones de mayor latitud moral pudieron repeler, creía Horacio, “las muchas invasiones de la patria y seguir contando con el beneplácito de los dioses”
Comparar el Imperio Romano con el poderío militar de los Estados Unidos es prácticamente imposible pues así no lo permiten las tecnologías que hacen de la guerra moderna una hecatombe un millón de veces más sangrienta que cualquier invasión romana o bárbara, y tampoco una opinión pública que, mal que mal, se indigna ante el sometimiento descarado de los demás, generando una suerte de nuevos valores en los que a los poderosos ya no se los admira sin cuestionamiento alguno como en la Antigüedad. ¿O sí? Donald Trump…
Lo que aquí me ocupa es también esta vieja cuestión de quién es el que decide el presupuesto nacional, es decir la intención de gasto del erario público, de lo que usted y yo pagamos a través de nuestros impuestos y otras recolecciones fiscales. Yo, por mi parte, no quiero de ninguna manera que se usen 700 billones de dólares para el Pentágono. ¿Y usted? La fuerza militar, desafortunadamente, es imprescindible desde aquel momento prehistórico en el que uno de nuestros antepasados levantó un palo más grande que el del vecino y lo rebotó en su crisma. Pero una sociedad marcial y con poca educación –formal, cívica, moral– como la norteamericana de hoy, no llega muy lejos. Ese es mi temor. Y el anhelo de quienes que no aprecian a los Estados Unidos y apuestan a su ocaso.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor de postgrado de la Universidad de Long Island. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.