Por Juan C. Dumas, Ph.D.*
Hay quienes se rasgan las vestiduras y se escandalizan cuando personas y familias que viven en la pobreza o la marginalidad venden sus votos por un plato de polenta, un paquete de harina o una dádiva que los ayude a sostenerse. En este punto, siempre escucho voces que insisten en aquel viejo proverbio chino: “Si le das un pescado a un hombre, se alimentará una vez; si le enseñas a pescar, se alimentará toda la vida.” Bien dicho y muy cierto en la medida en que podamos asistir y elevar el nivel sanitario, alimenticio y educativo de las clases sumergidas para equilibrar un tanto la invisible balanza de la desigualdad. Es decir, el chino tiene razón o la va a tener si agregamos 100 años de inversión social a los más necesitados.
A mí me rasgan más las vestiduras y me ofenden mucho más quienes son capaces de auspiciar, avalar o ignorar golpes de estado, aventuras militares, violaciones a los derechos humanos o torturas contra seres inocentes en tanto esos malvados dueños del poder les mantengan sus hermosas casas y jardines y puedan renovar sus carros no más allá de siete u ocho años. Ese es un silencio cómplice cuya cuota de inmoralidad es insoslayable, a pesar de que se hagan los tontos y prefieran ofender y despreciar al pobre idiota que levanta la mano para recibir un poco de arroz o de fideos, llamándolo desvergonzado, servil, acomodaticio, parásito o hasta antidemocrático.
No hay otra manera de entender la realidad –y aceptarla o rebatirla– sino a partir de nuestra historia social, familiar y personal. Culturas, comunidades y familias que asignan un gran valor axiológico y moral al trabajo y al esfuerzo para conseguirlo, seguramente no ven con buenos ojos a quienes, desde otras experiencias igualmente válidas, pero más trágicas, no lo hacen así. ¿A qué me refiero? Al fenómeno psicológico conocido como la desesperanza aprendida o learned helplessness descubierto por el psicólogo norteamericano Martin Seligman de la Universidad de Pensilvania hace ya más de 50 años. Por alguna razón evidente o velada, esa persona que busca trabajo y a quien sistemáticamente le cierran las puertas –sea por su color, raza, edad, credo, género u otras singularidades–, después de ingentes ensayos, ese constante “no” cimienta su desesperanza al punto que ya no vuelve a insistir, ya no lucha más, y da por sentado que nadie atenderá su oferta o su pedido. Ha aprendido, y de la manera más aciaga posible, que él o ella no son bienvenidos en el reparto del pan nuestro de cada día o, más bien, de los trabajos para conseguirlo. Quien crea que esto es simplemente una excusa de quien es más flojo, más vago, menos interesado en progresar, o cualquier otra interpretación no científica del fenómeno es, lamento decirlo, un ignorante, por lo menos en cuanto al funcionamiento del aparato psíquico se refiere.
¡Nadie elige estar peor pudiendo está mejor! Nadie elige sumergirse en la pobreza si tiene delante un camino, siquiera angosto, para su superación, una minúscula salida laboral, aunque a veces necesite de un empujón, de un aliento tan fuerte como la magnitud de esa desesperanza aprendida que lo ha paralizado. Una de las variables más importantes para el bien-estar humano es el acceso a un trabajo
digno y su conservación, uno cuya remuneración sea lo suficientemente justa para sostener las necesidades básicas del trabajador y su familia, porque de lo contrario el desánimo (esto es, etimológicamente, la pérdida del alma), el resentimiento y la frustración se convierten en horrendos consejeros: La violencia doméstica, el alcoholismo, la drogadicción, el hurto y el suicidio pueden ser mojones de un camino oscuro hacia la deshumanización de ese “pobre diablo” que hubiera podido ser un individuo socialmente adaptado, laboralmente productivo, y emocionalmente sano si se le hubiera tendido una mano solidaria a tiempo. Esperemos que, al cierre del año, donde tanto se ha perdido y donde tanto queda por hacer, podamos extender esa mano cordial a quienes más lo necesitan. Hágalo por su propia satisfacción o, mejor aún, porque se ha dado cuenta que al ayudar a otros está ayudando a la comunidad toda.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.