Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
Saber de qué se tratan las cosas se llama tener educación;
saber apreciarlas en toda su dimensión se llama tener conciencia;
transformarlas y transformarse a partir de ellas, se llama tener sabiduría.
En los Estados Unidos, el país más rico del mundo en términos de producto bruto, aunque no así en la desequilibrada distribución de su riqueza, se arroja a la basura toda suerte de cosas que, en otras regiones del planeta, se preservan, se reparan o se donan a los menos pudientes. Además de las montañas de equipos y productos electrónicos y mecánicos que apenas necesitan de una mano hábil que las repare, además de muebles y prendas de vestir que la moda de turno considera vetustos, me resulta más que penoso, inmoral, que la tercera parte de los alimentos que se compran cotidianamente en los hogares norteamericanos terminen en el zafacón o la basura. Desde allí, emprenden el costoso periplo que los llevará por vía terrestre o fluvial a algún basurero que procesa precariamente los desechos, generando la emisión de gases más tóxicos que el mismo dióxido de carbono. En el proceso a cielo abierto de descomposición de los alimentos, suben a la atmósfera potentes gases metanos más contaminantes que el CO2. El resultado de la putrefacción de la comida desechada produce el doble de emisiones de gases que toda la aviación comercial junta.
El desperdicio de alimentos en los hogares, según un reciente estudio publicado por The New York Times, significa el 40% de la basura total y es más que lo que descartan restoranes, bodegas y agro-empresas juntas. Desde el punto de vista económico, se echan la basura 1.500 dólares anuales por familia en concepto de alimentos comprados, no consumidos y descartados.
Por qué la sociedad norteamericana ha llegado a este estado de cosas es simple: Después de la debacle financiera de 1930 –salvando el año y medio crítico de la pandemia COVID–, la población no ha tenido que enfrentar hambrunas ni recurrido a ollas populares para mantenerse en pie. Naciones largamente atormentadas por la guerra y los conflictos internos, en cambio, guardan en su memoria social la importancia de un pedazo de pan, un plato de arroz o un puchero magro a base de verduritas. Así, el abuelo de un viejo amigo que sufrió los avatares de la Guerra Civil Española no dudaba en recoger del piso y poner a resguardo una hogaza que encontraba en el piso como si estuviese haciendo una ofrenda a Dios. El tío de mi amigo judío-alemán de mi juventud se aseguraba de no dejar ni una miga en su plato, recordando siempre la hambruna que había sufrido junto a su hermano en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Se le caían las lágrimas al último esposo de mi finada suegra, un anciano gentil y políglota que, como tantos otros, había llegado a la Argentina en busca de lo que todavía hoy anhela nuestro país, pan y trabajo, luego de una larga y peligrosa travesía escapando de la revolución bolchevique hasta llegar a un centro de refugio en la vecina Finlandia. Allí la Cruz Roja lo había recibido con un tazón de arroz con leche tibia. “Fue la comida más rica de mi vida”, recordaba emocionado el anciano.
Quizás por estas razones y la magistral conducción del hogar que hace mi esposa por los últimos 41 años, no se tira nada en mi casa, se recalienta la comida que sobró del día anterior (a pesar de los infantiles regañadientes de mi otrora hijo político) y se recicla el resto para crear un compost que alimenta nuestro jardín. Los objetos se reparan, la ropa descartada se obsequia y se valora el pan y el vino de cada día casi con fervor litúrgico. Porque, ¿qué mejor religión hay que valorar todo lo que se es y se tiene y asegurarse de que este mundo nuestro esté cada día más sano y perdurable? Decía el alma grande Mahatma Gandhi: “Ni siquiera Dios puede hablarles a los pobres sino en términos de pan.” Piense usted que no habría hambre en ninguna parte del planeta si pudiéramos evitar que ese tercio de alimentos, aun en buen estado, terminen tan ignorante e inmoralmente en la basura.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan, y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.