Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

Clemencia: virtud que modera el rigor de la justicia. Diosa romana venerada especialmente luego del brutal y traicionero asesinato de Julio César, quien se hizo famoso no sólo por sus éxitos militares sino también por su capacidad de perdonar. Clementia era una palabra latina que también significaba “tolerancia” y “humanidad”. En la doctrina católica, copiando el sistema valorativo de la Antigua Roma, la justicia, junto a la prudencia, la fortaleza y la templanza, son las cuatro virtudes cardinales en tanto los cuatro valores estoicas incluían la virtud, la justica, la piedad y la clemencia, simbolizando el equilibrio moral y la moderación ante la justicia ciega (recuerde el lector la máxima Romana: Dura lex sed lex, la ley, aunque dura, debe aplicarse). Todas ellas se consideraron inferiores a las llamadas virtudes teologales, trilogía enraizada en la historia fundacional del cristianismo y cuyo objeto directo es Dios: la fe, la esperanza y la caridad. Aunque la caridad no es lo mismo que la clemencia, aquella no significa solamente dar limosna o auxiliar a los necesitados, sino además amar al prójimo como a uno mismo, ese amor fuente de sanación social y de perdón de las infracciones que cometen los demás contra uno y también las de uno mismo. En otras palabras, podemos ser caritativos en juzgar a los demás y, a pesar de identificar sus yerros y debilidades, perdonarlos y mostrar una humana clemencia.

Una de las diferencias más sustanciales y paradigmáticas entre el judaísmo y el cristianismo es precisamente ésta. Jesucristo lo expresaba con gran claridad: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.” No se apedrea o se tortura al pecador, al apóstata o a la prostituta (como todavía hoy en día trágicamente sucede en varias regiones obtusas del planeta) sino que se los perdona siguiendo el ejemplo de Cristo: “ve y no peques más.” La irreconciliable visión de un dios rígido, castigador, inflexible y caprichoso que el Antiguo Testamento relata con patetismo y crueldad inequívocas, está en total oposición con ese Padre protector, amoroso y clemente del que habla el Nuevo Testamento, profundísima discrepancia hermenéutica y moral que diera lugar a tantas divisiones y matanzas en la historia de la religión cristiana. Ruptura y crecimiento moral que aúna ese cristianismo compasivo y misericordioso con la Psicología, esta ciencia y arte de entender qué le pasa a los demás en lugar de juzgarlos, y descubrir el origen de conductas negativas, proponiendo soluciones a ellas. También la asocia con el socialismo democrático y la tradicional democracia cristiana, en las cuales el bien común y el aprecio por los demás, muy especialmente los más necesitados, las ponen en las antípodas de este capitalismo ignorante y salvaje que busca, como lo he mencionado tantas veces en este medio y en otros, la satisfacción inmediata (trimestral) de los inversores aunque países enteros se desplomen y millones de sus habitantes –algunos de los cuales arriban a los Estados Unidos con la ingenua esperanza de ser asistidos por sus vecinos del Norte– tengan que sobrevivir con el plato medio vacío, sin protección ni acceso a sus necesidades más elementales, esperando estoicos la próxima hambruna, temiendo el secuestro y la balacera de mañana, o sufriendo el acoso y la injusticia del gobierno corrupto de turno.

Inmediatismo, egocentrismo y hedonismo son poderosas anti-virtudes que tienen atrapada a buena parte de la población estadounidense y del mundo y, de no ocurrir cambios radicales de mentalidad y de acción, la conducirán a una debacle de proporciones históricas. Y si no llamamos pecaminosas a estas acciones de egoísmo radical, “quemeimportismo” y discriminación, entonces, ¿qué es un pecado? ¿La lujuria, el robo, la conducta violenta? ¿No están todas ellas encarnadas en sistemas autocráticos y cleptócratas en los que la gente no vale nada, sean ellos dictaduras de armas o dictaduras económicas?

A pesar de tantos pecados cometidos, viejos y nuevos, podemos enorgullecernos o al menos aplaudir la acción de iglesias como la episcopal, la luterana y la católica, que han sido junto a muchos agnósticos, ateos y gente de buen corazón sin afiliación religiosa, una imprescindible voz de atención y de reclamo ante la inmoral detención de niños en la frontera sur de los Estados Unidos, la traumática separación de sus padres, y la ignominiosa práctica de hacerlos dormir en pisos de cemento sin siquiera una frazada o dejar a sus padres con las ropas mojadas –luego de cruzar el río de sus ingenuas esperanzas–, durante dos y tres días con un aire acondicionado congelante, bajo la sardónica mirada de sus obesos carceleros.

Entre tanto, millones de blandengues y pusilánimes y otras iglesias y denominaciones “religiosas” –muy particularmente la evangélica, aliada del moralmente torvo gobierno actual– han decidido hacer la vista gorda a tanto pecado mientras llevan esa agua pútrida a su molino de intereses inmediatos e invocan a los gritos a un Jesús que, sin lugar a dudas, apodícticamente, hubiera vomitado sobre ellos. Duermen otras más, entretenidas en la obsesiva lectura de una Torá infestada de rencores, venganzas y personajes de baja calaña, o caen en el embelesamiento egotista de una meditación hindú o budista en las que el incienso no les deja oler la podredumbre que les rodea. América, ¿hacia dónde vas? ¿Quién te está llevando de las narices hacia este abismo moral? ¡América, despierta!

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor de postgrado de la Universidad de Long Island. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.