por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

Eran eso de las 11:00 de la mañana de un día primaveral en la pampa argentina. Una brisa amable acariciaba los sembrados que rodeaban el humilde caserío en el que una docena de aventurados criollos echaban raíces al borde mismo donde terminaba la provincia de Buenos Aires y comenzaba una tierra de nadie. Los hombres atendían sus cultivos; tres de las mujeres se aprestaban a tender la ropa que habían lavado más temprano en el arroyo que nutría esas tierras fértiles que ellos comenzaban a cultivar y que serían fuente de orgullo y beneficio económico por los próximos 140 años.

De repente, la palangana de latón en la que las lavanderas habían dejado la ropa limpia comenzó a vibrar y sacudirse con violencia, como cuando los temblores de la tierra nos recuerdan que ante ella no somos gran cosa y que puede tragarnos en un tris con la rapidez con la que los sapos, tan abundantes en aquella región olvidada de Dios, se engullían las moscas más lerdas en su derredor.

– ¡Malón! ¡Malón! comenzó a gritar la más vieja, mientras dejaba todo atrás y apuraba a sus comadres a buscar refugio.

– ¡Malón! ¡Malón! siguieron en coro las otras, corriendo despavoridas ante la amenaza cercana de la indiada.

Los hombres, alertados por el griterío de las mujeres, se agruparon formando un círculo al tiempo que “pelaban” nerviosamente sus facones y preparaban dos míseros trabucos que asustaban a los indígenas más de lo que servían para liquidarlos.

Bastaron ocho minutos, que las mujeres que huyeron a esconderse en las malezas sintieron como una interminable hora, para que el grupo de 14 vigorosos guerreros de a caballo faenaran a los seis pobres cristianos. Todos yacían inertes donde la lanza, la flecha o el golpe de boleadora los habían encontrado. Su sangre regaba esa pampa bárbara como la de centenares de chacareros, gauchos, milicos y sus mujeres. La indiada, con gritos victoriosos del triunfo, partió al galope por donde vino, llevando su botín de armas, caballos, vituallas y mujeres hacia el vientre oculto de la tierra.

Un malón más. El segundo en aquel septiembre y el décimo en lo que iba de ese fatídico Año del Señor de 1878. Buenos Aires había prometido acción, pero todos sabían que el gobierno era generoso en promesas y parco en medidas concretas que protegieran a esos hombres y mujeres que se internaban, con una mezcla imprecisa de valentía y miedo, en el corazón indomado de las pampas. Un territorio sin frontera visible que sus dueños originales, los indios Pampa, habían habitado quizá por 5.000 años o aún más desde sus antepasados Querandíes y las tribus de Ranqueles, Tehuelches y Araucanos que dominaban el territorio desde Mendoza hasta Río Negro.

¿Qué tenían esos colonos para ganar? Tierra fértil, aire libre, trabajo seguro y esquivarle a las hambrunas que periódicamente acechaban a Buenos Aires. Una sensación tenue de libertad los inspiraba, libertad muchas veces tronchada por las luchas internas que vivía una Argentina incipiente que, como toda nación apenas parida, salía de su infancia con fervor adolescente hacia una vida adulta que, a decir verdad, no ha llegado todavía. Para ganar tenían también el sentirse partícipe de una empresa nacional idealista, aglomerante, ambiciosa, expansiva, forjadora de un sueño casi imposible, de un nebuloso destino común que llevara la bandera de Manuel Belgrano hasta la cordillera andina, ésa que el general José de San Martín, tan heroico y libertario como aquél, había cruzado en 1817. Quizás como estos héroes forjadores de Patria con mayúscula, no les importaba ofrendar su vida en esas empresas monumentales que moldean las naciones a sangre y fuego o las derrumban estrepitosamente.

¿Qué tenían que perder? La vida. Esa vida salpicada de júbilo y alegría en momentos pasajeros, de angustia y desespero en los peores, de trabajo a destajo cada día del año; esa vida que podía perderse en riñas de facón por alguna china, en dosis cotidianas de licor barato para matar el hambre y la depresión, o en violentas incursiones indígenas: uno atravesado por una flecha que le partía el corazón con soberana puntería; otro herido mortalmente con una lanza de cuatro o cinco metros de largo y punta de piedra que, con suerte, lo liquidaba instantáneamente o dejaba a los menos afortunados boqueando por un par de horas. Una tierra huraña y traicionera que tragaba su sangre a borbotones como la indiada bebía la de sus caballos con desbordado placer. O quizás la vida del hombre de fronteras, gaucho, milico o colono por igual, se acababa con un golpe certero de boleadoras que los indígenas hacían con trenzados de ligamento de caballo –su amigo insoslayable en la paz y en la guerra, transporte y alimento esencial en su dieta– y piedras que le partían la cabeza al contrincante y le hacían volar los sesos tras agónico combate; ésas que arrojaban a las patas de los ñandúes para darles caza al igual que los colonizadores que se disputaban el “mesmo” territorio. Muertes infames. Muertes sin gloria. Muerte con sabor a pasto y a mazorca. Muertes al fin.

En el año 1833, el general don Juan Manuel de Rosas, hacendado y gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1829 y 1852, con un impasse de tres años hasta 1835, realizó la primera incursión para detener los robos y saqueos que los indígenas hacían a lo largo y ancho de la pampa húmeda. Esos hombres extraños de tez blanca, tapados como si le tuvieran asco a la desnudez los habían invadido y los aborígenes los contraatacaban desde el comienzo mismo de la fundación de Buenos Aires, cuando la llamada Gran Aldea no era más que un enjuto fortín levantado por el Adelantado don Pedro de Mendoza en 1536. Atrevimiento que le costara la vida a la mayoría de sus hombres, asesinados por arqueros Querandíes mientras unos pocos huían hacia el Paraguay y Mendoza encontraba su muerte en alta mar de vuelta a España. Soportaron hambrunas devastadoras y una guerra constante que culminó con el incendio del asentamiento tras el acecho de los Querandíes, quienes, aliados con Charrúas, Guaraníes y Timbúes, contaban con un total de 23.000 lanzas.

Cómo un pueblo que nace de tanta destrucción, de tanta violencia, con tanta angustia y mortandad puede alguna vez transformarse en una de las naciones más prósperas del planeta es un misterio que no tiene respuesta. Tampoco lo tiene el otro por el cual los argentinos se preguntan cómo un país tan rico, tan fértil, tan agraciado por la naturaleza y quizás por Dios caiga cíclicamente en estertores que hunden en la pobreza a una gran parte de la población. Igual que aquellos desgraciados que acompañaron a Mendoza en 1536 y encontraron terribles hambrunas y violencias que hubieran detenido la ambición de la Corona de España de poner su bota en suelo americano, a no ser por su insaciable deseo de dominación y una búsqueda ingenua de riquezas por las que toda Latinoamérica pagó un altísimo precio. La cristianización –evangelización, si prefiere– de los aborígenes fue, en el mejor de los casos, un esfuerzo soberbio por deshacer el mérito cultural y antropológico de las religiones y creencias precolombinas y, en el peor, una forma burda de disfrazar su ambición económica a la sombra de una cruz en la que un Cristo tan sufriente como el conquistado observaba su invasión en doloroso silencio.

Fragmento de mi obra en ciernes: “Las Cautivas”

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.