por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

En una nota que escribí para este mismo periódico en el mes de octubre del año 2001, a un mes del ataque terrorista de septiembre 11, comentaba: “La comunidad americana e internacional todavía están procesando psicológicamente los terribles sucesos del 11 de septiembre en Manhattan. Es que no es fácil digerir tanta destrucción indiscriminada, tanta muerte súbita y aterradora”. Preguntaba a los lectores qué se había derrumbado junto con las torres gemelas y contesté que era “la ingenua impresión de que vivir en esta parte del mundo nos mantiene fuera los de riesgos y padecimientos que se observan en otras regiones” –como nos volvió a pasar ahora con China y con Italia.

Dije también en el 2001 que el derrumbe más patético fue “la supuesta eficacia de las instituciones de seguridad pública norteamericanas, quienes, a pesar de presupuestos multimillonarios, recursos técnicos y comunicaciones de avanzada, miles de especialistas y operadores, no fueron capaces de prever, detener o mitigar” una acción terrorista como la vivida ya casi 19 años atrás. Esta vez les toca el turno a los organismos de salud pública y a un gobierno que, osado e ignorante como su adalid, ha propuesto en la voz de su desalmado presidente remedios que la comunidad científica ha descartado y, peor aún, advertido contra su uso debido a sus efectos potencialmente nocivos y hasta letales.

Pero enfoquémonos mejor en lo positivo, y de esto hay mucho, como mencioné allá en el 2001: “También pudimos observar un florecimiento de los mejores valores humanos: la solidaridad, la compasión, la condolencia, la acción reparadora, la revalorización de la amistad, la cooperación y la coincidencia por encima de cualquier y todas las pequeñas cosas que nos distinguen y eventualmente separan”. Jamás pensé que volvería a escribir sobre este tema en casi idéntica manera. En aquella época tanto como hoy, un batallón de médicos, enfermeras, profesionales de salud y salud mental, bomberos, paramédicos y gente común sin más profesión que su bonhomía, convergieron para ayudar a sus comunidades –a pesar de haber sufrido ellos mismos y sus familias, entonces como ahora–, de los efectos nefastos de aquel atentado terrorista y de esta pandemia que sigue sacudiendo la economía, la estabilidad y el bienestar de prácticamente el planeta entero. Sugerí que, si después de septiembre 11 “no ha cambiado nada en usted, si no valora más la vida, su familia, sus amigos, su trabajo y, por supuesto, el aire que respira, entonces me temo que esta guerra ya la perdimos” …

Lo mismo puede que vuelva ocurrir una vez que el miedo y la angustia de esta horrenda pandemia se atemperen y estos miles de muertos queden asimismo en el olvido; es probable que una buena parte de la población siga adelante sin haber aprendido esta visceral lección de vida que nos recuerda la fragilidad de la existencia humana tanto como la necesidad de atacar desafíos (de salud, políticos, económicos, sociales) uniendo filas y dándonos cuenta que en esto, como en aquello, estamos juntos, que sufrimos y padecemos como comunidades y no como singularidades, que somos nación y no islas perdidas en el océano, aunque también es verdad que este calamitoso 2020 ha desenmascarado –es decir, le ha quitado la máscara– a una visión ingenua que pintaba una América igualitaria: el riesgo, el padecimiento y la pérdida han sido doble y triple en las comunidades más humildes, las minorías de color, las naciones indígenas y la comunidad inmigrante de bajos recursos.

La psicología nos enseña que, así como existe una capacidad intelectual, hay un cociente emocional o inteligencia emocional que es la que nos ayuda a vivir y a convivir. Ella tiene dos dimensiones básicas: una extrínseca y una intrínseca; en la primera, el ser humano se siente movilizado por fuerzas exteriores que lo asisten a realizar sus metas, dicho simplemente, el deseo casi universal de dinero, poder y fama. La intrínseca se refiere a aquellas condiciones que generan una satisfacción personal, interna, también dicho esto de manera simple, la comprensión, la generosidad, la bondad o, como enfatizaba el doctor William Menninger: “la capacidad de dar y recibir amor” como signo preclaro de madurez emocional. En estos valores intrínsecos que fortalecen nuestra inteligencia emocional, es menester girar nuestro foco de atención hacia el otro, hacia los demás, y hacer lo que sea razonablemente posible para ellos, familias, vecinos, amigos, la comunidad en general, saneando sus heridas a partir de conductas altruistas en donde quien puede más debería dar más, quien está más sano, asistir a quien no lo está, y quien tiene más equilibrio emocional, ayudar al que está tambaleando.

Si me permite la comparación, la psicología también ha descubierto que no solo es la mascota, el perro o el gato que conviven con usted, quienes se benefician con la caricia de su dueño, sino también el que las brinda, produciendo una onda sensorial y neurológica que le hace bien a nuestros cerebros, nos relaja tanto como a nuestras mascotas, y aumenta nuestra sensación de bienestar. El lado izquierdo de nuestro neocórtex es el que más nos impulsa a exhibir conductas de afecto y generosidad, mientras que el derecho es mucho más calculador y circunspecto. Por supuesto que no se trata de que lo hagamos egoístamente si no generosamente, espontáneamente, y me refiero a la caricia de nuestros amados animalitos tanto como a estar presente para aminorar la angustia y las necesidades concretas de nuestras comunidades. Se trata entonces de dar, más que de recibir.

Hace pocos días leí una hermosa historia de reciprocidad y retribución que quizás usted ya conoce. Ciento setenta años atrás, la comunidad de indios Choctaw del sureste norteamericano decidieron enviarle una ayuda de 170 dólares (a dinero de hoy, un millón de dólares) a la comunidad irlandesa que en aquel país sufría los estragos de la mal llamada “Potato Famine” o “La Gran Hambruna de las Papas” entre 1845 y 1849, en realidad una siniestra maniobra del gobierno británico para asfixiar las pretensiones independentistas de los irlandeses y mantenerlos doblegados bajo el escudo de la soberbia Albión. Murieron en esos cuatro años nefastos un millón de irlandeses y otro millón de ellos emigró hacia los Estados Unidos y otras naciones incluyendo la Argentina y el Uruguay.

170 años después, son los ciudadanos irlandeses los que envían 3 millones de dólares a varias naciones indígenas que había mostrado tanta solidaridad, esto a pesar de que ellos mismos estaban apenas normalizando sus vidas luego de que el gobierno estadounidense de aquella época forzara su traslado por miles de millas. En ese monstruoso periplo a punta de fusil, los indígenas perdieron entre un tercio y la mitad de su población, acción tan vil e inmoral como la de sus primos de Londres y a la que los indígenas de la Nación Choctaw bautizaron “La Marcha de las Lágrimas”. Ojalá que esta vez, en los Estados Unidos y el mundo entero, el lado izquierdo de nuestros lóbulos prefrontales del córtex cerebral sea más poderosos que los del derecho, en los que la cautela, el temor y la falta de motivación son más abundantes que la cooperación y las acciones altruistas que predominan en el primero y que necesitamos, insisten mis dos hemisferios en inusual hermandad, desesperadamente.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.