por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
YING-YANG
Marte, Venus, Eros, Tanatos, Ying, Yang… Nunca ha sido fácil en la historia de la Humanidad entender, menos aún definir, cuáles son las cualidades y características que supuestamente brotan de lo que algunos llaman “el ser femenino” y “el ser masculino”. Y no es por falta de intentos, ya que cada cultura y época histórica lo ha tratado. Marte, el desenfrenado dios grecorromano de la guerra es, valga la redundancia, marcial, en tanto que la diosa Venus está dotado de una belleza y sensibilidad amorosa que los olímpicos supremos le negaron a su bélica contraparte. De allí se ha inferido que la “masculinidad” tiene que ver con la fortaleza física, la resistencia, la potencia viril, la habilidad para la guerra, mientras que al territorio femenino lo adornan virtudes más afines a la vida y la reproducción: la procreación, el amor, la protección de los hijos y la defensa del hogar, el diálogo más que su ruptura, la paz en vez de la violencia, la armonía que debiera imperar luego de culminado el combate.
Similar dicotomía la encontramos en las fuerzas antagónicas de amor y muerte, Eros y Tánatos, ésas que fascinaron a Sigmund Freud y a los primeros psicoanalistas hace más de cien años y que permearon su visión de una lucha, tanto intrapsíquica como exógena, para equilibrar la conducta humana y hacernos más o menos funcionales y socialmente adaptados. En fin, el sexo como pilar de lo erótico y la violencia como precursora de la muerte. Todo lucía bien hasta que entraron en la escena cultural las Valquirias, vírgenes guerreras de Escandinavia y las Amazonas en Capadocia y en las Américas, mujeres de armas tomar, de a caballo, independientes, resolutas y de inigualable fortitud, en suma, marciales. Pero, ¿no es acaso esa cualidad una masculina por excelencia? ¿Qué significa en el siglo XXI el “ser femenino” o el “ser masculino” cuando ingentes porciones de la población se identifican como binarias, sexualmente no definidas, o sexualmente inclusivas, y el movimiento LGBTQ es cada día más popular?
Hombres, mujeres… me pregunto qué significan estos calificativos cuando, como en tantos otros aspectos de la cultura actual, la verdad de lo que somos parece mejor descrita como una argamasa, un intercambio, una fusión, un “todo es posible” donde muchas mujeres son líderes combativas –desde Ángela Merkel y Nancy Pelosi hasta las miles de mujeres que hoy sirven en las fuerzas armadas de muchos países– y cuando tantos hombres han aprendido a respetar, valorar y bien usar aspectos tradicionalmente considerados femeninos: el saber escuchar, el estar en sintonía empática con los demás, el ejercer tareas domésticas que por centurias eran territorio exclusivo de las mujeres, desde ir al mercado hasta cambiar los pañales de sus bebés. Tampoco podemos decir que al gran conquistador Alejandro de Macedonia le faltaban atributos masculinos a pesar de su consabida bisexualidad, como no carecía de heroica valentía nuestro Manuel Belgrano –pese a su aludido modo afeminado– o el general polaco-lituano Tadeusz Kosciusko, héroe nacional de Polonia y Brigadier General de la Guerra Revolucionaria Norteamericana, quien era, dicen algunos serios historiadores, hermafrodita. Parece cada vez más claro que el ejercicio de la sexualidad en su variable más carnal no va acompañado de los rígidos roles que acotaban a los “machos y hembras” de nuestra curiosa especie.
La historia de la Evolución confirma que los roles de nuestros ancestros prehistóricos estaban bien definidos: los hombres especialistas en la cacería y las mujeres en la cuida del fuego y de los críos en la caverna, luego en el poblado, y finalmente en la ciudad, desarrollando así disímiles capacidades, pero también limitaciones a su visión laboral y existencial. Sin embargo, la ciencia hoy día comprende mejor que, encima de aquellos roles arcaicos, tan útiles para la supervivencia, había una ley suprema: la cooperación y la ayuda mutua sin la cual nuestra especie no hubiera podido escalar desde sus humildes orígenes africanos hasta convertirse en los peligrosos dominadores de una naturaleza que se nos queja con fuegos, tifones, deslaves, tormentas de nieve, terremotos y demás estertores con los que intenta sacudirse de tanto abuso y explotación… Natura: una maravillosa y prolífica fémina, pero con enojo marcial.
Hace pocos meses, China, que ha redescubierto un fervor patriótico que estuvo a punto de extinguirse con esta brutal pandemia, específicamente, su Ministerio de Educación, ha establecido un plan para revertir lo que denomina “la preocupante feminización de los varones y una crisis de masculinidad”. El ministerio ha propuesto reflotar el espíritu del Yang, o atributos masculinos tradicionales, incorporando más profesores de educación física y deportes en las escuelas primarias y secundarias de su país, evitando supuestamente así la “feminización de sus muchachos”. Detrás de esta decisión, está su temor de que los jóvenes no estén preparados para “defender la patria si fuese necesario en caso de invasión”; en otras palabras, una generación de hijos únicos que se han vuelto más caprichosos que su contraparte burguesa Occidental.
En la cosmogonía dualista de la Antigua China, Ying y Yang eran las dos manifestaciones aparentemente antitéticas de la existencia: la polaridad negativa y positiva, la luz versus la sombra, la receptividad femenina del Ying y el principio activo masculino del Yang, ambos hijos de una energía universal llamada Qi o Chi y, en realidad, interdependientes. Por lo menos así lo entendió el Taoísmo, otra joya de la filosofía antigua que nos advirtió que la división entre Ying y Yang, como tantas otras particiones de la existencia con las que insiste el ser humano, no son reales sino meramente perceptivas. Creo yo que hay bastante de cierto en el análisis que realizara el antedicho ministerio chino en cuanto a que la presencia mayoritaria de mujeres en la educación infantojuvenil y la popularización de actores y cantantes que poco tienen de masculino –o que al menos son “metrosexuales”– influyen en la arquitectura de la personalidad humana a través de ese “modeling” cotidiano. Pero encuentro más preocupante la proliferación de juegos electrónicos bélicos que alientan y estimulan un tipo de virilidad ciega e ignorante en la cual ser hombre significa supuestamente llevarse el mundo por delante y romperle la cara quien se oponga.
Nuestra mejor apuesta como especie, como comunidad organizada, está en la promoción de aquellos valores y virtudes que sirvan para construir y proteger nuestros pueblos con inteligencia. Al final del día, el sentido común, la mediación, la prudencia, el diálogo, la diplomacia, la cooperación, no son ni masculinas y femeninas; son capacidades emergentes de nuestro estrato neuronal superior, el “neocortex”, en tanto que las harto famosas 4 efes (en inglés, feeding, fucking, fighting and fleeing) las compartimos con animales de recursos más primitivos como sugiere el nombre de esta arcaica formación neuronal llamada “complejo reptílico”.
El incremento de la actividad física en las escuelas chinas o en cualquier otra parte del planeta es ciertamente auspicioso, pero no por las razones esgrimidas por aquel Ministerio. Sabemos que los deportes y la actividad física fortalecen nuestro sistema inmunológico, reducen el estrés y ayudan a vigorizar la conexión bio-psíquica como ya lo promulgaban los antiguos romanos: Mens sana in corpore sano. Pero esta iniciativa debería incluir a hombres y mujeres por igual. Después de todo, “defender la patria” requiere de ambos –si no, recuerde a Juana Azurduy o a Juana de Arco– y más aún, necesita del respeto de los unos y los otros y de una visión de país en donde quepan todos sus habitantes y se protejan las libertades y necesidades de cada uno al amparo de la ley y la justicia. Además, la Historia –remota y reciente– nos demuestra una y otra vez lo mismo que nos advierte la Psicología: el peor enemigo de uno es interior, llámense terroristas domésticos o los prejuicios que opacan la realidad con ignaros barruntos.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.
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por Manuel Orlando García, MD*
MACHOS Y HEMBRAS HUMANAS: OTRA VISIÓN
En el artículo de arriba, el sicólogo Juan Carlos Dumas agota magistralmente la visión cultural de las características femeninas y masculinas, tan difíciles de definir que se ha hecho uso de metáforas, símbolos y mitología para describirlas: Marte y Venus, Eros y Tanatos, Ying y Yang. No podría estar más de acuerdo con él cuando puntualiza que más allá de cualquier diferencia entre nuestras constituciones biológicas, es menester utilizar toda nuestra capacidad racional para fomentar el diálogo, la prudencia, la mediación, la cooperación.
Pero en estas líneas y en forma muy condensada, como médico siquiatra que soy, quiero concentrarme en nuestra constitución biológica, la que hoy en día parece relegada a construcciones de género basadas más en el deseo subjetivo que en la realidad tangible, la base de toda ciencia. No me frenará el temor a caer en la incorrección política o agitar los ánimos de tanta gente que abraza slogans de moda con una fe excluyente de todo diálogo.
Quiero hablar de la hembra y del macho humanos, haciendo uso deliberado de estos términos.
La hembra humana es la más evolucionada de las hembras mamíferas. Son las hembras (y no los machos) los que dotadas de glándulas “mamarias”, le dan el nombre a todo el grupo de los vertebrados de sangre caliente llamados “mamíferos”. Es una característica singular de las hembras gestar en su cuerpo un vástago de la especie y alimentarlo desde y con su propio cuerpo, tanto en la vida intrauterina como después del nacimiento. Sus órganos genitales están diseñados para la recepción del semen del macho en su vagina, palabra que viene de “vaina”, bolsa o receptáculo. La fecundación (el momento de la unión del espermatozoide con el óvulo) ocurre enteramente en el cuerpo de la hembra. Es exclusivo de la hembra cobijar en su cuerpo el ser creciente y darle a luz en el parto, para seguir alimentándolo después del nacimiento. Una hembra fértil se prepara biológicamente para la reproducción cada mes. La capa interior de su útero (endometrio) se llena de nutrientes para alimentar y proteger al huevo fecundado, cada mes. Cuando esto no ocurre, el endometrio se cae en el periodo menstrual.
El desarrollo telencefálico de la hembra HUMANA le permite ser la testigo consciente de su biología: su natural contacto con la vida, reproduciéndose dentro de ella, la protección total de su propio cuerpo y de la vida nueva simultáneamente, la alimentación temprana del recién nacido dependiente de su propio cuerpo. La sensibilidad hacia éste, quien emerge como un desprendimiento de sus entrañas; la necesidad concreta de protección y ayuda para ella y su cría, antes del parto, en el puerperio y en los primeros tiempos de la vida de sus hijos. Esta conciencia, proveniente de la corteza cerebral, más o menos sofisticada de acuerdo a la salud, educación y cultura de la madre, influye las capas más internas del cerebro, sede de todas las emociones y los instintos. La hembra será más humanizada o menos humanizada en la medida que esta influencia sobre su cerebro “reptil” sea más o menos marcada, pero la influencia es absolutamente ineludible en el humano, penetrando y reforzando los instintos más primarios. Ésta es la diferencia con las hembras de una escala zoológica inferior –las que a veces con el instinto puro hacen mejor trabajo que una hembra humana dañada o enferma.
De la anatomía y fisiología de la mujer, incluyendo su constitución cromosómica XX y la producción de hormonas estrogénicas por sus ovarios, se desprenden fácilmente los rasgos de carácter que afloraran en la hembra humana: un entendimiento mucho más claro de la vulnerabilidad de la vida y de sus necesidades que el que pueda tener el macho humano; una mayor capacidad de compasión, de solidaridad y de perdón –mientras dicha capacidad no sea dañada por la cultura–; una mayor emotividad, condicionada por su preparación cíclica para la maternidad y el “llanto del útero decepcionado” (periodo menstrual), pero también, por la misma razón, una mayor tolerancia para las pérdidas, lo que la convierte a la larga en más resiliente y más longeva, en parte también por la combinación más estable de sus cromosomas. Dada que su sexualidad es fundamentalmente de recepción, el acoplamiento se busca primariamente a través de la seducción corporal para atraer la “visita” del macho (de ahí la gran industria de “belleza”) y no tanto a través del logro material o intelectual dentro de la sociedad, aunque este también tenga un papel destacado. La hembra humana está mejor equipada para proveer servicios a otros ser humano, lo que la pone en una situación de ventaja para carreras asistenciales como la médica y muchos cargos públicos.
El macho humano, como “mamífero”, queda totalmente clasificado dentro de un grupo cuyo nombre proviene de la capacidad de lactar de la hembra y no de una cualidad propia del macho. Con muy pocas excepciones entre los mamíferos, y casi sin ninguna entre los seres humanos, es una hembra y no un macho la que lo moldea con más intensidad en sus primeros tiempos de crecimiento, incluso para transmitir los valores (y las taras) de la cultura vigente en el caso del humano. Al nacer macho de un cuerpo de hembra, se embarca en la difícil tarea (en el caso de los humanos) de diferenciarse del organismo del cual salió. Sus órganos genitales son verdaderamente externos, salientes, diseñados por la naturaleza para penetrar activamente en el receptáculo vaginal. Allí descarga sus espermatozoides, pero está ausente en el momento de la fecundación, la cual puede ocurrir muchas horas más tarde en las trompas de Falopio de la hembra. El mamífero macho es, en consecuencia, un ausente biológico en la etapa fundamental de la gestación del vástago. El primer contacto físico directo entre el macho humano y su vástago acaece con 9 meses de retraso con respecto a la hembra. El apego de ésta por su brote es biológicamente muy superior al del macho humano en el momento del nacimiento.
El desarrollo telencefálico del macho humano, le permite “entender” los vericuetos y las sutilezas de la maternidad, sumado este entendimiento racional y prototípicamente humano a todo instinto paternal que él pudiera tener. En su hembra convertida ahora en madre, renace con fuerza la imagen de la figura más influyente (para bien o para mal) de su propio engendro: es la figura de una hembra, la de su propia madre… creándose así un terreno propicio para todo tipo de problemas edípicos, conflictos que también pueden ocurrir, cuestionablemente con menor intensidad, en la mujer convertida en madre. Los llamados caracteres sexuales secundarios del macho, (más pelo corporal, desarrollo laríngeo y muscular diferentes, entre otros) así también como los caracteres sexuales primarios (el desarrollo genital) obedecen al mandato de una constitución cromosómica diferente postulada como más inestable (XY… a las segunda X le faltaría un “brazo” para ser mujer, es decir XX) y a la producción gonadal (testicular) de testosterona.
Por todo lo dicho, el macho humano es biológicamente inferior a la hembra: no puede engendrar en su seno a otro humano, su capacidad sexual, al depender del complejo mecanismo de erección, es limitada en comparación al potencial sexual más receptivo de la mujer. Su expectativa de vida es menor (para algunos genetistas, una demostración de su más endeble combinación cromosómica) y por sobre todo esto, debe combatir permanentemente su tendencia regresiva a identificarse con la hembra que le dio a luz (o tendencia natural a la feminización). Consecuentemente, el macho humano normal no desperdicia oportunidad de afirmarse como tal. Tratando de proveer toda la protección que la mujer pudiera necesitar, basada en sus escasos pero cruciales momentos de vulnerabilidad biológica; la necesidad de custodiar y proveer (motivada biológicamente por los periodos de embarazo avanzado, parto, puerperio y lactancia de la hembra) lo conectan más intensamente con el mundo exterior, lo cual convierte a su paternidad en un puente deseable entre la subjetividad que une a la madre con su engendro y la realidad del mundo exterior.
La mayor agresividad y capacidad de competencia masculinas están basadas en su constitución física, sus músculos, su testosterona y su mayor contacto con el competitivo mundo exterior. El guerrero de antaño bien pudiera ser hoy un agresivo hombre de negocios, por ejemplo. El poder del hombre mal usado, sobre todo en el hombre menos educado y más inferiorizado, lleva al sometimiento machista y patológico de la mujer. Mientras la mujer transmite fundamentalmente los lazos de unión intrafamiliar, el hombre transmite primordialmente los lazos con la sociedad civil circundante. La carencia de madre o la madre defectuosa, perturba primariamente la funcionalidad de la nueva familia y la carencia de padre o el padre defectuoso perturba primariamente la relación ética con la comunidad. En mi práctica de psiquiatría carcelaria, el criminal sentenciado carece sistemáticamente de padre.
Las diferentes culturas y los diferentes momentos históricos pueden cambiar los papeles de la mujer y del hombre, pero no su biología ni las tendencias psicológicas que de ella emanan. No es difícil postular que la más guerrera de las mujeres (como ha habido tantos casos en la Historia y actualmente en nuestros ejércitos) no puede ser tan impía ni vengativa como el guerrero macho (un claro defecto del macho). Probablemente el hombre más servicial no pueda ser tan compasivo como la mujer cuando practica una profesión de asistencia al semejante. Me refiero a tendencias generales, no a casos particulares que siempre se pueden utilizar erróneamente para debatir el punto.
La conciencia de las diferencias biológicas debe de ser usada complementariamente y no competitivamente en la sociedad; el respeto y el aprendizaje mutuo debe de crear un hombre moderno más solidario y compasivo, inspirado por la mujer modelo en su vida, y una mujer más afirmativa y competitiva, inspirada por el hombre modelo en su vida. Es fútil y absurdo competir o considerar al sexo opuesto como enemigo. No hay ningún indicio científico que un sexo u otro tenga ventajas de inteligencia o capacidad productiva. La igualdad social de la mujer y el hombre, misma paga y mismo respeto, son indiscutibles. La llamada ‘fluidez sexual’ son en realidad variaciones de la sexualidad binaria que la misma niega pero que paradójicamente se define exclusivamente por diferentes combinaciones de la opción binaria. Sentirse preso en el cuerpo de una biología sexual diferente es un serio disturbio mental, merecedor del respeto y de la dignidad que todo humano merece, pero también de asistencia médico-psiquiátrica que evite la mutilación física y la administración de hormonas que las sociedades occidentales actuales cruelmente facilitan en nombre de “evitar la crueldad” de la carga sicológica de estas personas. Es abundante la patología mental aledaña de la llamada transexualidad, aun sin considerar a esta necesariamente patológica, tema que, en mi opinión, no se resuelve con castración física y hormonal.
Agrandados (y confundidos) por la magia del avance tecnológico, el consumo extremo y el individualismo endiosado, los humanos viviendo en sociedades occidentales avanzadas debemos dejar de lado el pensamiento megalómano de poder transformar cualquier deseo en realidad y aceptar la realidad tal como es. Tales de Mileto sentó las bases de la ciencia hace 2.600 años sobre este principio, atacando el pensamiento mitológico de la época: extrayéndolo de la Historia, hoy requerimos su presencia.
*Médico Psiquiatra