por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

Transitar desde el entusiasmo hasta el descorazonamiento y desde el optimismo a la consternación, es solo cuestión de tiempo.

LOS OPTIMISTAS COMIENZAN LA LECTURA AQUÍ:

¿A ver si todavía el Coronavirus 19 logró lo que nadie ha logrado hasta ahora? Reducir al máximo los presupuestos militares, las armas y los pertrechos bélicos y reorientar esos trillones e invertirlos en ciencia, investigación, medicina, tecnologías útiles, protección y saneamiento del medio ambiente, salud mental, prevención y bienestar social, alfabetización, cultura, educación… Valorar lo que la mayoría de la gente que no está en emergencia (medio mundo ya lo estaba desde antes de esta pandemia) da por sentado: el trabajo, la salud, la familia, la convivencia, el abrazo, el beso, el pan de cada día, el amor, la fraternidad, la solidaridad, el apretón de manos, la libertad de movimientos, el aire, el agua, el prójimo, en fin, la vida que compartimos como comunidades…

Aprender que estamos interconectados, que lo que le pasó al vecino ayer te pasará a ti hoy o mañana, que lo que hizo mal el otro te afectará a ti y viceversa, y que no hace falta padecer algo en carne propia para desarrollar aprendizajes nuevos, estrategias de vida o de supervivencia, que hay algo que se llama aprendizaje social y vicario… Darse cuenta que la rutina que a tantos fastidia es una señal de normalidad, de que nada terrible te está pasando. No la desprecies más y abrázala con axiológica pasión como no estás pudiendo abrazar a nadie… por ahora.

¿A ver si todavía el Covid-19 de este monumentalmente dislocado 2020 fue el primer paso para llegar a la madurez planetaria? Esa en la cual dejamos atrás los absurdos, la ignorancia y los excesos de la adolescencia y emprendemos una vida personalmente digna, socialmente útil y comunitariamente valorizante de todo lo que somos y de todo lo que nos rodea porque compartimos la fragilidad humana, sí, pero también la aventura y la belleza de vivir y convivir… ¡Ojalá!

LOS PESIMISTAS PUEDEN COMENZAR AQUÍ:

Sí, lo admito. Yo mismo escribí lo anterior impelido por un entusiasmo más fundamentado en el deseo que en la realidad, en un optimismo visceral más que en la lectura juiciosa de lo cotidiano. Y hoy, a nueve meses de este pandémico encierro de puertas y corazones, me rindo. América se ha quitado del todo esa brillante máscara tricolor con la que escondía su rostro e hipnotizaba al mundo. Irónico pensar que nos obligan a usarlas cuando ella, como tantas otras naciones del planeta, se ha quitado la suya con total desparpajo. No luce bella, no. Es horrenda como las filas de 10 y 20 cuadras de gente que pide comida mientras empresas multimillonarias tienen el descaro –así, sin máscara– de sacarle fondos al plan de emergencia que implementa un gobierno que nunca se caracterizó por su bonhomía y eficacia sino por su ausencia de empatía y una inoperancia criminal. Su cara espanta tanto como las millas de carros que en todo el país van en busca de qué comer, mientras las escuelas de la high society, ésas de pomposos nombres británicos o afrancesados, se embolsan millones que no necesitan, quitándole recursos de salvataje a las pequeñas empresas y a los negocios familiares.

Esa cara de América se torna repugnante cuando la mujer que sobrevivió al Covid-19 y donó generosamente su sangre para ayudar al prójimo se entera que el laboratorio que medió en su desinteresado acto terminó vendiéndola en un mercado de mercenarios que pagaron entre 1.000 y 40.000 dólares por ella. La pandemia no es igualitaria: es más mortal para Negros y Marrones y más gentil con los blancos; los adinerados la doman con más facilidad y los pobres sucumben a ella miserablemente. ¡Libertad, Igualdad, Fraternidad! –resuenan viejos tambores libertarios que, en el silencio atroz de la cuidad enclaustrada, retumban como el áspero alarido final de quien cayó en combate, irredento, ignorado, sus huesos arrojados por allí, en cualquier fosa donde nunca sale el sol.

Aprovechan esta agua turbia de infamia las compañías que eligen –no lo necesitan– reducir su carga laboral a la mínima expresión, ahorrando millones de dólares a la vez que exponen a sus operarios a condiciones de trabajo más peligrosas y extenuantes. También están allí, cual pústulas en este desjarretado rostro americano, ignorantes que hacen flamear banderas de odio, división y supremacía racial con una biblia en la mano y una AK-47 en la otra, bajo el aplauso de ésos que fueron muy bien bautizados “deplorables” hace pocos años.

La América del sentido común y la solidaridad está comatosa. La asfixian figuras ‘religiosas’ que aprovechan su cuarto de hora para sembrar terror y sumisión a un dios tan cruel y desalmado al que le rinden pleitesía con abominable pasividad, al tiempo que calman sus iras con diezmos mal habidos y mal usados. La jerarquía política que no termina de salir de escena es ciega, muda y sorda a cualquier signo de compasión, humanidad y cooperación y con un cinismo dantesco y peligroso parece decirnos: “Dejad toda esperanza, vosotros que entráis.”

¡Ave, América! Los que van a morir te saludan.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.