por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

Discretamente ubicada a un costado del escritorio de mi oficina de psicología clínica en la ciudad de Nueva York, se encuentra una pequeña estatuilla que representa al Buda Siddhartha Gautama en posición de loto, sus piernas cruzadas una sobre otra, las palmas de las manos hacia arriba, ojos cerrados en actitud meditativa y su cabeza adornada con una serie de círculos, símbolo de la protección que, dice la leyenda, le brindaron los caracoles para evitar que el hirviente sol de la India le hiciera daño durante esa larguísima introspección de la cual emergió más sabio que nunca.

Después de haber abandonado la mansión de su padre-rey, en la que existían toda clase de lujos para el joven Siddhartha y su recién instaurada familia, luego de haberse sometido a mortificaciones corporales y ascetismos populares en los faquires y santones que pululaban en la India hace 2500 años, el filósofo fundador de eso que llamamos Budismo se dio cuenta tras una serie de meditaciones o, si seguimos el mito, cuando contempló su famélico rostro en las aguas de un río, que los excesos de la suntuosa vida palaciega y los de la mortificación corporal y el ayuno extremo eran dos polos del mismo error. Había, en cambio, un camino medio tan claro a sus ojos que se convirtió en uno de los principios fundacionales de su filosofía: el llamado “Sendero Medio”, la moderación, el alejarse de los extremos, el mantener un equilibrio equidistante de las polaridades podía ser la llave para que el ser humano viviera una vida más sana y satisfactoria, protegida de la sobreabundancia tanto como de la miseria. Por eso mantengo esta imagen de Buda en mi oficina y es lo primero que veo al comenzar mi día de trabajo, recordatorio visual de que la moderación, el equilibrio psicofísico, el evitar exageraciones y reacciones extemporáneas ayudan indudablemente a vivir, a convivir, a llevar adelante nuestras metas, a reducir conflictos intrapsíquicos e interpersonales y a resolver gran parte de los síntomas que nos aquejan a todos, pacientes y terapeutas.

Misma ponderación y consejo que le sería muy beneficiosa a este país, los Estados Unidos, y al de nuestro origen, la Argentina. Ambas naciones se ven acosadas desde hace unos años por antagonismos tan intensos que transforman al contrincante político en enemigo, al disenso en traición, al comentario en provocación, a quien sostiene una afiliación distinta a la propia en estúpido o bandido, deshaciendo así y penosamente, lazos amistosos y familiares muy difíciles de volver a aunar. Los Estados Unidos tienen un agravante en la horrenda proliferación de armas que lleva a algunos de estos desaforados a castigar a quien no está de acuerdo con violencias a veces mortales. En Argentina, el factor agravante pasa más bien por el cáncer de la corrupción, de personas e instituciones, que no mata necesaria o directamente como una ráfaga de AK-47, pero que es un gran generador de angustias, depresiones, reacciones violentas, desesperación y enfermedad física y mental.

Decían los chinos coincidentemente también hace 2500 años, en el llamado “Siglo de Oro” de la Antigüedad: “Si hay armonía en el hogar, hay felicidad en el vecindario, y si hay felicidad en el vecindario, hay paz en el país” Aunque también podemos recorrer el camino inverso: la paz en la nación genera felicidad en el vecindario y, desde allí, induce armonía en el hogar. Pero el énfasis en el refrán chino está puesto en la concordia del hogar como primer paso, acentuando la responsabilidad personal, invitándonos a buscar y sostener esa armonía a pesar de lo que pueda estar sucediendo en nuestro derredor. Fíjese qué distinto es sentirse angustiado por las noticias negativas de nuestro entorno a ser nosotros mismos los que regulamos nuestro estado de ánimo. Más aún, debemos darnos cuenta de esta íntima relación entre lo individual, lo interpersonal y lo social, una tan imprescindible que los filósofos y psicólogos existencialistas del siglo XX y actuales insisten en que no hay otro modo de vivir que el de “ser-en-el-mundo-en-el-aquí-y-ahora

Cada habitante, de Estados Unidos, de Argentina, de cualquier parte del planeta, puede contribuir a mejorar el estado de cosas a partir de sostener y proyectar cuanta cosa buena ocurre en un hogar: respeto, diálogo, cooperación, amistad, amor. Todo eso, es cierto, florece mejor en contextos donde la violencia, la corrupción, la intransigencia y el egoísmo han sido superados o al menos significativamente acotados, tarea ésta que recae primariamente en los hombros de quienes ejercen las funciones públicas en cada municipio, en cada provincia, en cada país.

Les deseo a todos que tengan un venturoso 2024 y que pongan en buen uso estos útiles consejos filosóficos proclamados hace ya 2500 años, pero cuya validez y la urgente necesidad de implementarlos llega hasta nuestros días. Que vuestra felicidad se asiente sobre estas filosofías y sobre estos pilares que ameritan palabras mayúsculas: Paz, Amor y Trabajo.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y educador público. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de Manhattan Norte y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.