Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

Corría el verano de 1959. En un intermezzo de la Guerra Fría, los norteamericanos montan una exposición en Moscú para maravillar a los rusos con los avances del capitalismo en materia de confort y vivienda. Para su inauguración, acude el entonces vicepresidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, quien se encuentra en el salón de exhibiciones con el hombre fuerte del Kremlin, Nikita Kruschev. Como es de rigor en el juego de la diplomacia mundial, la exhibición se transformó en el ámbito embozado donde habrían de medir sus fuerzas y cruzar opiniones. Sin embargo, el encuentro de ambos mandatarios fue inusitadamente áspero y brutal. Aprovechando el asombro de Kruschev por los logros de la tecnología norteamericana de aquel momento, y ante su evidente envidia, Nixon deriva la cuestión al terreno ideológico: el capitalismo es mejor que el comunismo desde todo punto de vista y éste acabará por sucumbir. Aunque el despiadado veredicto de Nixon se hiciera realidad luego de algunas décadas, esta actitud saca de quicio a quien, en otra oportunidad, habría de pedir silencio al sorprendido auditorio de las Naciones Unidas golpeando violentamente su pupitre con el taco de su zapato. Ante un gran número de diplomáticos e invitados especiales, el nivel de agresión mutua llega al límite de lo verbal y el vicepresidente norteamericano concluye la disputa admonitoriamente y, poniendo su huesudo dedo en la cara del soviético, le dice: “Quien desenvaine la espada morirá por la espada”.

Afortunadamente, esa fue su última frase pues los espectadores decidieron en un acto de prudencia separar a los contendientes. Si en ese instante de manía y desaforo una mano anónima hubiese deslizado antes los dos hombres de estado el proverbial botón disparador de un desastre nuclear, alguno de los dos o ambos simultáneamente lo habrían oprimido sin perturbación. ¿De qué manera dos personalidades tan fogosas e inestables como las de Nikita Kruschev, a quien el general De Gaulle le recordaba el rústico personaje de Nicolás Gogol, Taras Bulba, y por otra parte Richard Nixon, quien finalmente cayera del poder luego de su escandalosa conducta de espiar a sus enemigos políticos, pudieron escalar tan fácilmente la pirámide del poder? Si nuestras clases dirigentes actuales tuviesen una formación filosófica y ética, tal como durante cientos de años funcionarios, príncipes y reyes eran instruidos por los sabios de la China Imperial, de la Grecia Antigua y de la India, podríamos sentirnos más tranquilos y alejar el temor latente de sucumbir en oleadas de millones por la decisión nefasta de una personalidad enferma o desequilibrada como aquellas.

En el año 2019, lamento informarle que el panorama de riesgo en cuanto a las actitudes de algunos de los dirigentes internacionales, incluyendo al que gobierna nuestro país, no ha cambiado mucho. Acusaciones y medidas que azuzan el fuego de la violencia en los cinco continentes (¿eso no se llama terrorismo?), improperios verbales acompañados de sanciones que intentan hundir a quienes no son nuestros enemigos (salvo en la mente de grupos radicalizados, hoy peligrosamente en el poder), boicots a cuanta organización internacional que busca la paz, el acuerdo y la moderación se le cruce en la mira a este engendro simplón y malcriado, todos apuntan a un desenlace trágico en el que la bolsa que acumula tanta ignorancia y desprecio se rompa por lo más débil. Quizás Corea del Norte, o más posiblemente Irán. Otra vez a marchar hacia la guerra y desperdiciar irrepetibles vidas humanas a uno y otro lado de la ignorancia; otra vez a desviar trillones de dólares como si no los necesitásemos para sanear tantos baches, hoyos y daños estructurales que hoy en día hacen de los Estados Unidos un país tercermundista, tanto en caminos y puentes como en seguridad social y salud pública, para no ahondar.

Si es que deseamos sobrevivir en esta increíble Odisea humana que ya lleva más de 50.000 años en el planeta, tendremos que implementar mecanismos que nos aseguren que el Ulises que elijamos para conducirla goce de la habilidad y de la inteligencia suficiente para no destrozar la flota en los arrecifes de la intransigencia, la radicalización o la demencia.

Sugiero al lector que realice el siguiente ejercicio breve. En una hoja de papel, y apelando a su buena memoria, haga un listado de los principales hombres (y alguna que otra mujer) que han intervenido en la política mundial en los últimos 20 o 30 años. A continuación, descarte de la lista aquellos que a su criterio han demostrado no estar en condiciones físicas o mentales para el desempeño de la desgastante tarea de dirigir una nación, incluyendo los que dieron muestras de alteraciones psíquicas significativas, comportamientos maníaco-depresivos, neurosis obsesiva, fanatismo, personalidad psicopática o psicótica, incluyendo el narcisista que habita hoy en la Casa Blanca y aquel beodo Boris en el Kremlin. Al final de este ejercicio verá que su listado original se ha reducido drásticamente si es que le queda, como se dice coloquialmente, algún títere con cabeza. Esto demuestra que de haberse aplicado una selección juiciosa de nuestros dirigentes locales e internacionales, la historia contemporánea sería diametralmente diferente y muchas de las lágrimas vertidas por la humanidad no se hubieran derramado nunca. Por eso es importante que las comunidades eleven su voz ante cualquier atisbo de conducta psicopática o manifestación de ideas destructivas con la que nos suelen asustar en más de un discurso político los oradores del poder. La elaboración de un sistema eficaz de control del poder, mejor dicho, de control de quienes lo ejerciten, es una de las tareas prioritarias para la defensa de la vida y para reducir el riesgo de que derramemos sangre, sudor y lágrimas por el capricho de un individuo o dos que, por alguna misteriosa razón de la vida o porque al vulgo le sigue entusiasmando el “Pan y Circo” de los romanos, ha llegado al tope del poder y cuya personalidad nos arriesga a todos. El Congreso puede hacer su parte. Los medios de información la suya. Y todos los demás podemos dejar de guardar silencio.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor de postgrado de la Universidad de Long Island. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.