Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
Un pueblo sin memoria sufre de Alzheimer social.
Y uno sin compasión sufre de cáncer moral.
En el año de mi nacimiento, la Real Academia Española definía en su diccionario de la lengua española la palabra otario como un argentinismo que significa “tonto, necio, fácil de embaucar”. Los porteños, y en general la gente de Buenos Aires, siempre han tenido la ignorante idea de que, por su posición privilegiada en la geografía de un país que es el décimo más grande del mundo, tenían ciertas prerrogativas y franquicias comparados con el resto de la población del interior, a muchos de los cuales veían como “otarios” sea por su hablar más pausado o por lucir ropas menos a la mode que sus pedantes compatriotas capitalinos.
Nada más absurdo ni dislocado puede haber en un país o una región en donde los más astutos se creen los mejores, sea esto en Argentina, en una Ecuador donde el “costeño” se piensa más vivo que el “serrano”, en una Colombia donde el “pastuso” cae ante la picardía del “paisa” o en un Estados Unidos donde las “costas educadas” miran con desprecio a sus coterráneos rurales y así pierden las elecciones… Casi podríamos decir que, por el contrario, estos astutos son, al menos moralmente, los peores, definitivamente peores que aquellos a quienes con tanta petulancia han llamado tontos. La realidad es que, no importa de dónde uno venga, o de su acento, color, raza o nacionalidad, hay seres humanos que son capaces de observar y analizar la realidad con mayor eficacia que otros a quienes sí podríamos llamar zonzos, para cambiar el término. Mas no por ningún rasgo distintivo fisiológico, anatómico, lingüístico, estético o cultural, sino por la ignorancia en la que viven y el empeño patético y feroz que realizan en mantenerse en ella.
Permítame darle algunos ejemplos. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, y con un criterio educativo a la vez francamente revanchista, el ejército norteamericano forzó a miles de ciudadanos alemanes a caminar por los horrendos campos de concentración que cobraron la vida de tantos millones de seres humanos, judíos, comunistas e intelectuales de izquierda, homosexuales, enfermos mentales y discapacitados, sindicalistas, sacerdotes y pastores, gitanos, negros, y tantos otros que sucumbieron a su delirio y que aún esperan alguna clase de reparación moral, o al menos sus descendientes. La finalidad moral del paseo, tan terrible que producía llantos de angustia, pánico y vómitos en los sorprendidos ciudadanos alemanes de la época, era que vieran con sus propios ojos la brutalidad del régimen nazi que también a ellos los había sumergido en la desesperación, la pobreza, y la miseria moral y la criminalidad de la cual habían sido ciegos en reconocer y mudos en denunciar, prefiriendo “hacerse los otarios” como hoy, salvando todas las distancias, lo hacen los beneficiarios de una política actual desquiciada, pérfida y racista pero que protege y aumenta los intereses de los “otarios ricos”, haciéndolos más ricos y cínicos que nunca.
Todas las comparaciones son odiosas y relativas, pero yo me sigo preguntando cuándo será el día en que, aplicando el mismo criterio de “vacunación moral”, los ingenuos ciudadanos norteamericanos sean paseados por Hiroshima y Nagasaki para que comprueben y recuerden el desastre de las hecatombes nucleares que provocaron en 1945, o por una Vietnam sobre la cual arrojaron más bombas que en toda la Segunda Guerra Mundial, dejando a su población en una crisis total. Sería también moralmente oportuno que, en particular la comunidad blanca, visitara el Museo de la Esclavitud abierto recientemente en Alabama, para tener una mayor conciencia de las atrocidades cometidas bajo el régimen esclavista que rigió en nuestro país, metástasis directa del esclavismo inglés, donde en 1850 una de cada siete personas era esclava. Estos pobres subyugados eran el valor económico más grande que podía tener un hacendado blanco, mucho más que su ganado, su agricultura, sus barcos u otros medios de transporte, sumando esta mano de obra gratis y forzada varios miles de millones de dólares al cambio actual, por una comunidad que todavía espera alguna clase de reparación, alguna señal pública de la hondura del desastre moral y económico que han provocado y cuyas consecuencias siguen y seguimos sufriendo hasta el mismísimo día de hoy.
Por eso, cuando hablamos de otarios, ingenuos, zonzos y crédulos, los hay de muchas clases y colores. Y deben de incluirse en nuestra lista poblaciones enteras a las que, usando la explicación del diccionario de la Real Academia, son tan fáciles de embaucar que rara vez han hecho una indagación de su propia historia, sean los Estados Unidos, Rusia, Alemania, Inglaterra, Francia, España, Bélgica, Portugal, Argentina, Chile o cualquier otro país, del daño y el abuso que han producido a terceras personas. A veces tan trágicamente que es difícil visualizar la gravedad de los fenómenos que acabo de relatar, como la esclavización masiva de negros africanos durante 200 años, el exterminio de familias enteras por parte del régimen nazi, el brutal sometimiento y usurpación de las riquezas de la India y muchas naciones africanas y latinoamericanas por parte los conquistadores y “colonizadores” europeos, o en una dimensión menor pero no menos trágica, el secuestro, tortura y asesinato de miles de personas simplemente por estar en las antípodas de su pensamiento político o ser presas fáciles de su ambición loca de poder. No hay peor ceguera ni silencio que, como decía el noble poeta argentino Almafuerte, “la cobarde impavidez del pavo que amaina su plumaje al menor ruido”.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor de postgrado de la Universidad de Long Island. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.