Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

Entran en los centenares de negocios de venta de cannabis con la misma sonrisa con la que un rioplatense entra en una carnicería, o con la misma alegría con la que un italiano visita un negocio de pastas caseras. La diferencia fundamental está en que ni la carne ni la pasta alteran la neuroquímica y percepciones cerebrales excepto en regalarle una agradable dosis de serotonina. Prometo no repetir lo que tantas veces he dicho desde estas páginas y en diálogos y conferencias con padres de toda raza, estrato social y color, en el sentido de los enormes riesgos y daños que produce el uso de la marihuana en los seres humanos. Los gobiernos estatales, incluyendo Nueva York, New Jersey y Connecticut, le han vendido el alma al diablo para hacerse de 600 o 700 millones de dólares producto de la habilitación y venta libre de marihuana en los tres estados, sin consideración alguna de lo que la enorme mayoría de médicos, terapeutas y psiquiatras advierten respecto de los efectos nocivos del cannabis, no solo en el cerebro sino en la totalidad del cuerpo y la conducta humanas.

Pero dije que no volveré hablar de eso para no aburrir al lector. Si la gente se diera cuenta del monumental gasto de la guerra y lo que se pudiera descubrir, producir, mejorar y asistir a las comunidades con esas cifras billonarias, todos optarían por la paz… excepto los que lucran con la venta de armas, inteligencia y seguridad, u otras palabras que esconden en realidad la voracidad económica de unos pocos. Los 2.100 millones de dólares que esta administración ha vertido sobre la devastada Ucrania son un penoso ejemplo de ello. Cuánto se hubiera podido realizar con los 87 millones de dólares que una diócesis de New Jersey pagó para resarcir a las víctimas de abuso sexual por parte de sacerdotes pedófilos que aún se esconden detrás del altar, mancillándolo tanto como los médicos que recetan cualquier clase de droga, especialmente los opioides, para hacerse de sus fortunas.

En los Estados Unidos, el voto se parece más al movimiento del cardumen que al ejercicio consciente de un derecho y obligación cívica, solo que, en lugar de seguir la comida, sigue en el dinero. Tomar decisiones políticas y de bienestar social cuando eso implica un sacrificio económico es muy difícil de lograr, hecho que vemos en todas las Américas. Ya lo decía el pragmático analista político y asesor de Bill Clinton, James Carville: “Es la economía, estúpido”, reflejando que el dinero mueve el mundo y forja de voluntades o las tuerce. El encuentro de Biden con el perverso M.B.S., Mohamed Bin Salman, dueño y señor de Arabia Saudita, a pesar de sus irredentas atrocidades, evidencia lo antedicho, tanto como la revisión de las tarifas comerciales contra China, “el enemigo número uno de los Estados Unidos” con el que ahora, para nuestro beneficio económico, hay que tratar con respeto y poner el violín en bolsa. Mientras aquí hay caminos en peor estado que en el despreciativamente llamado “Tercer Mundo”, puentes que están a punto de desmoronarse, estaciones de trenes y subterráneos en las que el desesperado pasajero tiene que acceder en medio de plataformas y túneles inundados de agua, de basura, de insectos y ratas, mismas que le recuerdan que habita en un barrio de “clase trabajadora” o es un “working poor” que no merece mayor atención municipal o estatal.

Dinero, dinero, dinero… Si la Asociación Nacional del Rifle no lo tuviera tanto como para inclinar la voluntad de congresistas y senadores en su maldito favor, hace rato hubiéramos logrado lo que usted y yo, y cualquier persona con sentido común y sensibilidad social, queremos: una prohibición radical de la producción, venta, tenencia y comercialización de armas de asalto, excepto con fines militares, y ni siquiera. Vale recordar la advertencia de ese gran presidente y general norteamericano, Dwight Eisenhower, quien alertaba a una nación triunfante –y en fase maníaca– terminada la Segunda Guerra Mundial en que no se dejara manipular por el “industrialismo militar”. ¡Cuánta razón tenía! La industria militar ha hecho de la democracia norteamericana una esclava de su incesante necesidad de venta y reposicionamiento de armamentos, mismos que no ocurriría si no hubiese conflictos armados o guerras tan atroces como la que hoy sacude a Ucrania y a sus vecinos.

Cuántos esfuerzos públicos y decisión política hicieron falta para lograr que finalmente, al menos en muchos condados, se cambiara la dieta alimenticia de nuestros jóvenes estudiantes de escuelas y colegios por opciones más saludables, a pesar que las evidencias médicas y nutricionales han venido advirtiendo del alto costo del consumo de grasas, frituras, y azúcares de la peor calaña, mismos que aumentan con su consumo prolongado enfermedades de alto costo público y social: la diabetes, la hipertensión y las patologías cardiovasculares. Recordarán también ustedes los años y años de mentiras, excusas y acuerdos bajo cuerda por parte de otra industria, la tabacalera, que le costó a la humanidad millones de pulmones lesionados, cánceres y complicaciones respiratorias a los desprevenidos fumadores y a sus vecinos más próximos.

Y como estamos acostumbrados a bailar por la plata, posiblemente volveremos a votar –o quizás a estar ausente en las urnas– por quienes prometan más con menos sacrificio, cada vez pateando la pelota a la siguiente generación hasta que ella se haga pelota… Podría seguir comentando acerca de las industrias farmacéuticas, financieras, energéticas y tantas otras que tienen al planeta y a sus habitantes atados de pies y manos hasta que, algún día, explote y no sobreviva ni el mono.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan, y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.