por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

Fue un hombre muy valiente. Le tocó servir en el peor lugar de la guerra”, me contaba mi abuela Margot, una elegante franco-argentina de dedos largos y afinados como su cuello, cuando yo era pequeño. Ella se refería a su tío Sebastián, si mal no recuerdo, quien en su Francia natal formó parte del Segundo Cuerpo de Ejército en las horrendas trincheras de Verdún durante la Primera Guerra Mundial. Días aciagos para Europa: un mundo en caos que enterró 17 millones de muertos, seguidos de la mal llamada “Gripe Española” que agregó otros 50 millones de cadáveres desprolijamente apilados sobre los anteriores. Algunos, como hoy, llegaron a pensar que aquél era el temido “fin del mundo” y otros, igualmente ingenuos, que tanta mortandad le abriría la puerta a una centuria, a un milenio de paz… Los dos se equivocaron completamente. Apenas 20 años transcurrieron para que comenzara una guerra más letal que la primera, cobrando otras 62 millones de vidas.

Recuerdo aquella historia familiar al cumplir hoy cinco semanas de cuarentena en una New York acosada, no por las balas y morteros de un enemigo visible, sino por la imprecisa metralla de este virus que con el número 19 y una corona espinosa cual Cristo crucificado, cosecha muertes por doquier; entra, impertérrito, en casas, autobuses y factorías; recorre las calles de caseríos, pueblos y ciudades con total desparpajo, con insaciable hambre de cataclismo; es casi igualitario en su vocación asesina, es ciego en su infame oficio de enfermar cuanto ser humano aloje, cautivo de su cólera, esa carga mortal de fiebres súbitas, tosidos asfixiantes y patéticos temblores. Como los de aquel tío abuelo que soportó valientemente la fétida humareda de cuerpos y prendas calcinadas, las andanadas incesantes de disparos y piezas de artillería sobre un millón de compatriotas atrincherados bajo el lema “Ils ne passeront pas!” ¡No pasarán! Rezaban aquellos hombres con un fervor antes desconocido, ése que es hijo natural del miedo, del que busca asilo, protección o refugio donde pueda encontrarlos. Así lo habían hecho los desesperados habitantes de República de Venecia, quienes erigieron la maravillosa iglesia de Santa Maria de la Salute sobre un millón de pilares de madera en la boca del Gran Canal, alegando que la Virgen los había salvado de la temible peste bubónica del 1630, misma que redujo la población europea en un 40 por ciento. Igual hicieron los fervientes moradores de Oberammergau, el pintoresco pueblito bávaro que, salvado milagrosamente de la peste por su inusual promesa, juraron a Dios en 1634 representar la Pasión de Cristo en la Semana Santa cada diez años.

Soportando lluvias de balas y de agua, hambrunas de pan y de esperanza, observado cómo las nubes ácidas de gas mostaza les quemaban la piel, les producían dolorosísimas ampollas y una asfixia agónica, los ojos de Sebastián se agrandaban de terror detrás de máscaras que, como hoy y cien años después, no alcanzan para todos. Los oficiales seleccionaban agraciados y desdichados caprichosamente, con la misma desidia y liviandad con la que ese Dios cristiano al que le rezaban franceses y alemanes con idéntica devoción, recorría silente los kilómetros de trincheras nauseabundas en las que convivían hombres y caballos, cerdos y ratas, pulgas y arañas, babosas y toda clase de alimañas, neurotizadas todas por el incesante redoble de tambores de un Marte demencial y desbocado.

Ils ne passeront pas! ¡No pasarán!… Una guerra descarnada y recurrente que nos recuerda como lo hace este frenético coronavirus que lo que ayer era y servía hoy ya no, que a quien ayer amábamos murió, que lo que dábamos por sentado se esfumó, lo que estaba incrustado cual molusco en el casco de nuestras naves se disolvió, y lo que estaba férreamente asido a nuestras vidas, quedó patas arriba como una desdichada tortuga que muere así, penosamente, contemplando un cielo brumoso que no le brinda esperanza alguna de supervivencia. Una caparazón de normalidad dentro de la cual se esconde el mayor aprendizaje de la vida, éste que nos empecinamos en ignorar: nada está garantizado, todo está en perpetua fluxión, todo es hálito y lasitud, pan para hoy y hambre para mañana; nada es esencial, nada es eterno, incluyendo a todos y cada uno de nosotros.

Francia perdió 162.000 soldados en la batalla de Verdún y Alemania 100.000, pero Sebastián no fue uno de ellos. No sólo sobrevivió a los casi 10 meses del sitio más largo y brutal en la historia de la Primera Guerra Mundial, con dos millones de desesperados a ambos lados de la línea de trincheras, sino que lo hizo, contaba mi abuela con visible orgullo y mixturando los dos idiomas, “con tanto valor que lo condecoraron y de premio lo nombraron attaché militaire en Chine”. Allí pereció el desgraciado tío al poco tiempo, dicen las buenas lenguas, tratando de salvarle la vida a una familia atrapada en un edificio que se estaba incendiando. “Sobrevivir en Verdún para morir así, quelle chose terrible!” decía Margot compungida. Quién sabe. Toda familia que se precie de tal tiene su cuota de héroes y villanos, de genios e imbéciles, de realizadores y parásitos; ensalzan a los primeros, los recuerdan con orgullo generación tras generación, agrandan sus figuras como sombras que se proyectan gigantes en la pared cuando las ilumina por detrás una linterna; a los segundos los cubren con un barniz de conmiseración o una gruesa capa de negro alquitrán para no verlos más.

¿Qué fuerza interior movió a Sebastián a tal sacrificio, a tan generosa inmolación? Heroísmo quizá, el trauma de la guerra seguramente, o acaso el acostumbramiento a jugarse el pellejo por otros: la patria francesa, su pueblo, los valores cristianos que posiblemente tenía como buen labrador pirenaico criado en la Europa de fines del siglo XIX. ¿Qué pensaría Sebastián de este descendiente, terapeuta de profesión, écrivain de oficio, consuetudinariamente agnóstico, ciertamente sospechoso de los patriotismos que llevan a la gente honrada a armarse y marchar en torvas sendas hasta llegar a una trinchera húmeda y pestilente y esperar el momento de dispararle al enemigo, en la cabeza o el corazón, de preferencia? ¿Quién es el enemigo? ¿Ese pobre hombre que está a cien metros de distancia y a quien le ordenan balear al que apenas ayer era su vecino? ¿Cuál enemigo? ¿El que lucra con la guerra, el que sonríe porque el gobierno francés, o el alemán, o el de cualquier otra parte lo ha hecho millonario gracias a la venta de balas y pertrechos? Enemigos, enemigos, enemigos… La ignorancia, la falta de educación, la ausencia de diálogo, el racismo, la radicalización, el desprecio de la diplomacia, la desinformación, el tremendismo, la calumnia, el odio visceral, el quiebre irreverente de la paz. Enemigos todos. Sí.

El héroe no necesita matar ni morir para serlo. También es heroico el médico, la enfermera, la trabajadora social, la asistente de viejos y enfermos y tantos otros que con valor envidiable atienden desahuciados durante esta vil pandemia, en hospitales y centenares de sitios que este tenebroso 2020 ha transformado en lugares de curación, o por lo menos de esperanza: parques, iglesias, centros deportivos, hangares, playas de estacionamiento, teatros, depósitos, alojando pacientes que tiemblan por su vida, que se miran los unos a los otros con expresión desesperada, que oran en silencio o lo quiebran con gritos de agonía, que cierran filas ante la muerte, que se alientan unos a otros y no terminan de apretar la mano de quienes los sostienen. Enfermos que sucumben por miles como en aquellas trincheras atiborradas de sufrientes a ambos lados de una ridícula línea divisoria dibujada por algún capitoste, su obesa anatomía apoltronada en un sillón de pana mientras bebe su tibio té en una delicada taza de porcelana vienesa.

Héroe, sí, el repartidor de comida, el tiendero, la que continúa al pie del cañón en su factoría, produciendo no municiones ni armas sino máscaras y respiradores; héroe el chofer de transporte público, el labriego que nos alimenta, el panadero regordete y el bombero flaco; heroínas la mujer policía, la pediatra discreta y la maestra locuaz; héroes también el cartero, el voluntario joven y la cocinera vieja… Héroes de ocasión, héroes anónimos, héroes por necesidad, pero no por ello menos valientes que los que se descarnan en conflictos atroces que hacen del mundo un fangal insoportable, un temporal incompasivo, un páramo despojado de amor.

Tío abuelo heroico. Tío abuelo muerto. Un descendiente que, aquí y ahora, como en aquel fatídico 9/11 del año 2001, hace lo que puede con sus magros recursos: la escucha terapéutica, la palabra y la nota de aliento, le espera silenciosa a que el paciente, que ya no se puede llamar tal, vuelque su desazón y angustia mientras ella y yo, él y yo, nosotros, hacemos de tripas corazón esperando que baje la curva de infestación y la estupidez de esos dirigentes que, hoy como ayer, miran a otra parte, ignoran el clamor de los pueblos que dicen gobernar, los asfixian con ese otro gas mostaza que se llama egoísmo, absurdidad, pedantería, insensatez, simulación descarada, en fin, una alta traición a los hombres y mujeres que desde el llano aguantan tanta porquería, tanta mentira, tanta muerte.

¿Habrá satisfecho su alma, habrá valido su esfuerzo esa pesada medalla que le hincaron en el pecho al tío Sebastián con los colores de la bleu-blanc-rouge? ¿Habrá calmado su nombramiento como attaché militaire la culpa que todo buen cristiano debería tener cuando se ve impelido a matar a otro ser humano? Sebastián, el héroe de la Primera Guerra Mundial, murió incinerado tratando de rescatar aquella familia en Pekín. Sebastián, el granjero pirenaico, posiblemente ya había muerto en Verdún.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.