Luis Ríos-Álvarez
Después de haber tomado un año sabático en el cual hemos tenido la oportunidad de visitar variadas comunidades en distintas partes del mundo, superar escollos y disfrutar de buenas noticias de familiares y amigos, vamos a pretender retomar el diálogo con nuestros siempre amables lectores.
La idea era de utilizar un tono de afección y, quizás, compartir experiencias, haciendo usufructo de la magnanimidad de nuestros lectores. Pero no siempre salen las cosas como uno dispone. Ciertamente nos encontramos en un no muy agradable momento para la humanidad que recibió un tremendo mazazo que cayó sorpresivamente y encontró con la guardia baja a su gran mayoría. A pesar de los tremendos adelantos científicos, un “simple virus” en el siglo XXI está causando más estragos en la población que, posiblemente, las múltiples guerras que hemos soportado a través de nuestra milenaria historia. Quizás no en fatalidades, pero si en el modo de vida habitual de nuestras sociedades, todas ellas, sin ningún tipo de distinciones.
Decimos “simple virus” por su nanotamaño, ciertamente no por su peligrosidad ni por la pandemia que ha causado. Cuando las “potencias” mundiales están preocupadas en incrementar sus poderíos militares, los cuales ocupan gran parte de su presupuesto a pesar de que pudieran ser utilizados para combatir el hambre, para solventar la educación y para preparar el sistema sanitario para eventualidades de este tipo que nos está aquejando actualmente. Cuando para algunos gobiernos es más importante poder desarrollar armas nucleares de destrucción masiva que el bienestar de sus pueblos y un “simple virus” es capaz, sin costo alguno, de lograrlo, hay un componente de esta ecuación que no encaja con el sentido común del ser humano corriente.
No faltan las teorías de que este virus fue “fabricado” en algún laboratorio y se “escapó” o que, aun peor, fue dispersado intencionalmente. Ya habrá tiempo de buscar culpables y determinar si esta situación fue creada por negligencia o por alguna acción criminal, lo importante ahora es detener la propagación del virus para, eventualmente, parar su actividad devastadora y, así, volver paulatinamente a la normalidad.
Dentro de lo negativo de esta situación, cabe destacar la solidaridad de los diferentes elementos de la sociedad en esta guerra contra un invisible enemigo común, particularmente los trabajadores de la salud en primera línea y las distintas fuerzas del orden y militares ofreciendo su apoyo logístico. También a los trabajadores de servicios esenciales que continúan con sus labores a pesar del riesgo de contraer la enfermedad. Y, por último, al ciudadano común que acata las directivas de cada gobierno, particularmente, quedándose en casa, entre los que, agudizando el ingenio, debemos mencionar a aquellos que, dentro de sus posibilidades, intentan, de alguna manera, entretener a sus conciudadanos en sus horas de ocio obligado.
Los números no parecen indicar la realidad de la situación, ya que las cifras que nos enseñan por un lado son tan dinámicas que caducan inmediatamente y, por otro están basadas en predicciones y estadísticas, por lo tanto, podemos asumir con cierta certeza que los números reales, lamentablemente, son mayores que los que nos muestran.
El futuro es incierto, esta pandemia ha atacado al bolsillo además del cuerpo. Lo primero es neutralizar a este microorganismo. En eso están trabajando miles de científicos en el mundo entero y ojalá, en un plazo relativamente corto puedan encontrar la cura, pero, esperemos, que no sirva para que las grandes compañías farmacéuticas engrosen sus arcas a costa de una desesperada humanidad. Luego habrá que revitalizar las finanzas con soluciones prácticas para el ciudadano común, que al fin y al cabo es quien mueve la economía.
Mientras tanto, aunque suene repetitivo, lo ideal es mantener distancia social, con poco o nada de contacto personal, higiene apropiada y responsabilidad al acatar las directivas.
Y, por último, mientras sea necesario, ¡QUEDATE EN CASA!