Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

El ayer es un hoy empantanado. El hoy será pasado revivido.
El mañana es un ayer aún no nacido, preñado de presentes anunciados.

El escritor puede, a diferencia del terapeuta, pensar, decir, escribir en este caso, casi casi lo que se le antoje. La hoja en blanco espera ser moldeada con reflexiones, sentencias, planteos, críticas, metáforas, historias y opiniones que no llevan necesariamente un rumbo prestablecido. El ejercicio de la profesión terapéutica, tan significativo y útil como pocas otras, requiere de nosotros, los psicoanalistas, un estado mental de atención especial hacia el paciente y sus varios mundos externos e interiores, como también de inteligencia cognitiva y emocional aplicada a las necesidades de aquéllos y, por supuesto, un sistema de filtros que, sin asfixiar las espontaneidad de toda interacción humana, nos permiten encauzarlas y responder a las realidades fenomenológicas de los pacientes, respetando sus escalas de valores y atendiendo las prioridades establecidas por ellos.

Quizás por eso el ejercicio de la literatura, el oficio de escribir, permite a quienes nos atrevemos a explorarlo una plasticidad, un margen de maniobra, una franja de libertad ausente e imposible en otros dominios –como bien saben mis amigos novelistas, cuentistas, dramaturgos y ensayistas–, incluyendo al matemático, al juez, a la educadora, al profesor, a la abogada, al cirujano… Esta literaria porción de libertad, este pequeño espacio hueco de la hoja que, prístina, espera ser colmada de ocurrencias, es muy similar a un comienzo de año. Los 12 meses y 52 semanas están todas allí, virginalmente prestas a ser deshojadas en un continuum de esmeros y vivencias, de acciones rutinarias y sorpresas, de pensares y conductas que terminan definiendo nuestras vidas con un crescendo operístico, como un espectro sinfónico de oportunidades y decisiones hasta que caiga el telón de otro año viejo ante aplausos y bullas, espero, discretamente balanceadas.

Claro está que la crujiente hoja de papel –lujo que no permite el escribir en una máquina– es la continuidad visible de un largo proceso que comenzó con la ruidosa muerte de ese pobre árbol que cayó en algún bosque anónimo y sombrío, tanto como el “año nuevo” se encarama como niño pequeño a los hombros de otros ya fenecidos en el tiempo, pero vigentes en la influencia que aún tienen en nuestra visión cotidiana de las cosas. Por eso las disquisiciones antagónicas, los debates inagotables entre “pasado, presente y futuro” –tan absurdamente populares en la psicología moderna y en los infinitos textos de ‘autoayuda’ de muy dudosa eficacia– son tan estériles como especulativos. Vivimos en una serie de ciclos permanentes, preñados de circularidades superpuestas las unas a las otras exactamente como los anillos del tronco que hemos abatido (¡oh, especie indolente y caprichosa!) para escribir acerca de él, de su muerte y transformación. El año nuevo ya es viejo de experiencias precursoras, a veces de temores y aprensiones, jamás exento de prejuicios, y nosotros, sus pasajeros temporales, lo vamos construyendo, definiendo, desfigurando acaso, en sendos ciclos de ideas realizadas, de acciones impensadas, de vivencias y sentires que sabrá Dios de dónde vienen o hacia dónde van.

Al “eterno retorno de las cosas” que proclamaba el brillante filósofo y filólogo Friedrich Nietzsche lo confronta el permanente cambio de las mismas y, aunque nos encarguemos de reiterar neuróticamente rutinas, ceremonias, rituales y otros exorcismos culturales para espantar su inevitable impermanencia, nada es lo mismo en ningún punto del universo y de la vida. Todo lo que experimentamos cada día, cada minuto y segundo, es tan novel como el año que acabamos de bautizar “2023” con su panoplia de sueños y esperanzas, con un andar prudente, de niño que ensaya el caminar ante la mirada atenta de sus padres, demonstrando ambos que la especie humana no es amiga de lo desconocido y que prefiere mil veces la certeza de una rutina chata a la inquietante ansiedad de la duda.

Y mientras nos debatimos entre tantas contradicciones y relatividades, vamos haciendo pie en este nuevo año que comienza exactamente como otros: con la certeza inapelable de la Historia y con la tibia esperanza de un Mañana mejor.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.