Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
El pintor de pulso firme y barba espesa estaba finalizando su obra en un rinconcito soleado de las Ramblas de Barcelona. Como todos los días, había preparado su viejo atril y su paleta embadurnada con mixturas tan multicolores como su atuendo, tratando de vender sus obras a alguno de los miles de turistas que pasean desde hace décadas por este hermoso paseo barcelonés. Nadie esperaba que una furgoneta manejada por un adolescente marroquí iba a asesinar salvajemente y sin ninguna sofisticación tecnológica a 14 personas y herir a más de un centenar, otro hecho trágico de violencia yihadista acaecido el año pasado en una España harta de violencias. Probablemente este adolescente, resentido e ignorante de la realidad que va más allá de la ficción propuesta por grupos violentos como Al-Qaeda o Isis, no sabía que las Ramblas son el nombre árabe que se le daba al cauce del río cuando termina horadando la tierra, como es el caso de esta popular avenida barcelonesa tornada en sangriento campo de batalla en apenas unos segundos de total terror. Palabras árabes como almohada, aceituna, ojalá, aljibe, albañil, y tantas otras que se han incrustado en el idioma castellano (o español, si prefiere) de todos los días, y que reflejan la longa presencia árabe en la península ibérica, para ser precisos, desde el año 711 hasta la expulsión del último soberano moro en Granada, Boabdil, por parte de los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, en 1492.
Esta península ibérica, la antes llamada Hispania por los romanos que la sometieron y gobernaron con mano de hierro en la Antigüedad, incluye la pequeña costa lusitana desde donde escribí esto al tiempo de aquel fatídico atentado, al borde de una pintoresca playa a pocos kilómetros del Santuario de Fátima, uno de los tres centros de veneración mariana más importante de Europa junto a la Lourdes francesa y la Chestocova polaca. Los abuelos de mi padre, si se me permite la digresión, también se alejaron un día de la Cataluña española y francesa para buscar mejores destinos en una Buenos Aires del 1900, cosmopolita y emprendedora, donde el trabajo y el pan abundaban mucho más que en las pequeñas villas y poblados rurales a uno y otro lado de estos añejos Pirineos que separan, pero también integran las comunidades franco-españolas del Viejo Continente. Continente que, si hemos de ser justos con la Historia, ha tenido derramamientos de sangre mucho más violentos que los actuales, y no por parte de algún terrorista furibundo de otra religión, sino dentro de las luchas fratricidas que diezmaron el Cristianismo, especialmente a partir de su escisión liderada por valientes reformistas como Martín Lutero en Alemania y Calvino en Francia, o a veces por los caprichos de desquiciados y psicópatas, como el repugnante Enrique VIII de Inglaterra.
En la actualidad, agregan leña al fuego el maltrato sufrido por las comunidades magrebíes en todo el Mediterráneo europeo, desde los trabajos mal pagos de los campesinos marroquíes en los campos del sur de España, hasta la concentración asardinada de argelinos, tunecinos y otros musulmanes en ciudades como Marsella, en donde viven en edificios que más se asemejan a palomares que a apartamentos para seres humanos. El creciente cierre de puertos en Malta, en Italia, y de las fronteras secas como en una Hungría y una Polonia perennemente racistas, hacen patente la resistencia de Europa a alojar a los miles de familias desesperadas que piden pan y trabajo como lo hicieron mis ancestros y probablemente los suyos, soñando con una vida digna que se les niega en casi toda África y el Medio Oriente. Mismas circunstancias que padecen tantas familias centroamericanas que sufren idéntica desesperación y se arrojan a similares abismos y discriminaciones en nuestro continente. Fermentos peligrosos de una angustia que puede transformarse en el apuñalamiento fortuito de algún paseante distraído o de una figura de autoridad como la policía, o en la rebelión abierta de jóvenes desafectados, desesperados y violentos que rompen y saquean negocios y provocan incendios en un aquelarre sin ton ni son, a no ser por la clara interpretación psicológica de estos fenómenos que he mencionado varias veces en este medio y que, junto a otros expertos en psicopatología y terrorismo, no condona pero explica palmariamente su causalidad y propone acciones preventivas que no pasan precisamente por la violencia.
Algún periódico español que pude conseguir en el balneario de Nazaret en Portugal, comentaba que los terroristas islámicos responsables por los recurrentes atentados en Europa tienen la sangre en el ojo por la pérdida de su dominio en estas tierras que vieron florecer a los fastuosos califatos de Málaga, Córdoba, Sevilla y Granada por los clanes Almohades y Almorávides. Identifican el fenómeno terrorista en Europa como el deseo idealizado y violento de reagrupar la comunidad árabe y musulmana en general bajo el Gran Califato de al Andalus. Sin embargo, esta explicación es errada. El peor enemigo de los califas de la Edad Media en España no eran los cristianos que luchaban por su reconquista desde el norte –tanto en España como en Portugal– sino ese grupo que siempre ha sido pequeño pero temible en el Islam, los asesinos (Hashashins) que sostienen una interpretación retrógrada y brutal del Corán y de las enseñanzas de Mahoma. Al Andalus, por el contrario, fue un modelo de civilización y de apertura bajo las consignas de estimular la educación, el arte, la cultura, y la ciencia, y donde la aceptación de cristianos y judíos no solamente ocurría en el aspecto habitacional de sus ciudades y villas pero también en la administración pública, habiendo habido una enorme cantidad de dignatarios y ministros del califa y las familias gobernantes que eran cristianos y judíos y a quienes no se le pedía ningún sometimiento al Islam sino que se valoraba grandemente su importante contribución como médicos, ingenieros, artistas, filósofos, políticos, y asesores de estado.
Estos jóvenes criminales cuyas mentes han sido trastornadas por una interpretación radical, furiosa y errónea del Islam, son hoy en día la causa principal del desconcierto, la sospecha y el miedo que abundan en Europa y el planeta todo. Mas a nadie debe escapársele el hecho de que cada bomba arrojada ciegamente por Occidente y sus nuevos aliados –Arabia Saudita y los Emiratos– sobre países musulmanes y regiones islámicas sin la menor preocupación por las víctimas inocentes que producen, sea en los conflictos en Yemen, Iraq, Irán o Siria, es caldo y fermento de nuevas generaciones yihadistas que tratarán de vengar tanto genocidio indiscriminado. Desgraciadamente, a cada nuevo acto terrorista le sucederán muchos otros, sembrando sangre, terror y lágrimas especialmente en familias que nada tienen que ver con estas luchas que tienen al Islam atrapado por violencias intestinas, tal y como el fundamentalismo cristiano y judío arrasa el sentido común de estas otras religiones monoteístas que, en su esencia, apuntan al amor, al bienestar y a la convivencia pacífica en este mundo que compartimos desde el comienzo de una odisea humana a veces tan fallida en sus acciones y tan sangrienta en sus despropósitos.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor de postgrado de la Universidad de Long Island. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.