por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
Cuando hablamos de justicia social y de equidad, casi todos, salvo algún retrógrado o energúmeno, coincidimos en que, por ejemplo, a un mismo tipo de trabajo le corresponde la misma retribución, sea el trabajador o profesional hombre o mujer, blanco, negro, marrón o amarillo, ateo, agnóstico o religioso, joven o viejo, pobre, clase media o rico, nativo o inmigrante, o cualquiera otra diferencia dicotómica con la que caprichosamente nos clasificamos, es decir, nos dividimos.
También casi todos están de acuerdo con que la persona que trabaja menos o con menor capacidad merece un pago inferior y que aquella que no labora no merece un céntimo, ya que no ha realizado esfuerzo alguno para conseguirlo. Sin embargo, este concepto presupone que, en la carrera por la supervivencia y el bienestar, todos partimos de la misma línea de salida y estamos munidos de idénticas fortalezas y capacidades, corredores olímpicos con similar porte y ambición… Nada podría ser más erróneo. El punto de partida para muchos arranca kilómetros atrás del resto de los contendientes, una línea invisible que trazara su madre soltera, su padre alcohólico, sus ancestros esclavizados, su menor acceso a servicios de salud y educación, las hambrunas de sus congéneres, los yerros de sus hermanos, las enfermedades de sus abuelos, etc. etc. Por eso son tan sabias las palabras del filósofo alemán Karl Marx: “Hacemos nuestra propia historia, sí, pero no en las condiciones de nuestra propia elección”
No hay ni habrá justicia social ni equidad hasta que se implementen reparaciones monetarias y morales a los que hemos dejado atrás a punta de garrote y de pistola, instaurando leyes discriminatorias y avalando repugnantes prácticas clasistas y racistas que tímidamente comenzamos a reconocer como sociedad y que, algún día y ojalá, seamos capaces de eviscerar.
Hasta que una sociedad no alcance un nivel razonable de educación y acceso pleno a información fidedigna, su democracia es simplemente una fantochada, una colorida representación teatral Kabuki en la que la exageración y las máscaras esfuman la realidad y mantienen al público tan entretenido como alejado de los cambios que necesita para su propio beneficio.
La educación, otrora constreñida a pequeños círculos de poder, hoy es generalizada, pública y gratuita al menos en la cuarta parte del mundo. Quien aprende a leer y a escribir tiene en sus manos, en su cerebro, la posibilidad de filtrar, revisar y cuestionar la información que desde distintas esferas del poder se le brinda a menudo con propósitos manipulativos más o menos evidentes.
Las instituciones, públicas o privadas, son tan buenas o malas como lo son sus dirigentes, incluidos los que construyen y sostienen esto que llamamos “democracia” y sus poderes tripartitos. Dirigentes nobles y comprometidos con el bien común hacen funcionar el sistema democrático adecuadamente y lo orientan hacia el bienestar. No hace falta que le diga que lo contrario es igualmente cierto, ya que no hace tanto que hemos sufrido en carne propia las consecuencias de un presidente y acólitos que, entre fantochadas y amenazas, llevaron a nuestro país al borde de la debacle cívica. Como bien dijo hace poco un presidente europeo: “Los peores enemigos de la democracia son las mentiras y la estupidez”
Todas tus cualidades y virtudes son el resultado aleatorio de una afortunada combinación de factores genéticos y ambientales de los que eres consecuencia, no causa. Prácticamente no tienes ni arte ni parte en eso que tú tan orgullosamente llamas “yo”. Así que no te adscribas ningún mérito personal. Bájate del caballo y camina.
Esfuman tu voluntad, encorvan tu espalda, desvanecen tu sentido común, ahorcan tu esperanza, aprietan tus puños, arrojan tus valores al piso, te hunden en completa sumisión, destruyen tu conciencia, te tornan hueco, desvergonzado, humillado, patético, capaz de la criminalidad más horrenda o, por el contrario, te hacen sirviente del poderoso, servil esclavo de quien te dé algo de comer. Mueres y matas por menos de lo que vale un par de zapatillas… Por eso la pobreza, el hambre y la enfermedad son las diosas más poderosas del panteón del Mal.
Si en la vida todo ocurriera como deseamos, bastaría ese anhelo para obtener todas las cosas que pretendemos; seríamos, pues, dioses aburridos, lánguidamente opíparos, sumergidos en una Nada huérfana de propósitos y esperanzas. Si en cambio nada de lo que anhelamos se materializara, estaríamos depresivamente rodeados de una miseria irremediable, sumidos en una impotencia radical. Entre estas dos polaridades el hombre pulsa la cuerda de su angustia existencial, intermitentemente soñando con lo que no tiene y bebiendo de una copa de esperanza tan ingenua como necesaria, esa misma que le ofrendo a usted al comenzar el año.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y educador público. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de Manhattan Norte y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.