Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

La felicidad perdería sentido si no está balanceada por la tristeza
Carl Gustav Jung

Antes de que Isaac Johnson inventara el cemento en el año 1845, los constructores utilizaban una combinación de cal y arena denominada “mortero”. El advenimiento del cemento significó un enorme avance de las capacidades edilicias de la población y le salvó la cabeza a más de un desafortunado habitante a quien, como dice otro antiguo refrán, “el techo se le vino encima,” especialmente cuando constructores irresponsables (¡cuándo no!) ponían más arena que cal en su mezcla para dejar sus costos tan bajos como sus conciencias.

Todos los seres humanos que conozco, presentes y pretéritos, se caracterizan por una combinación, a veces afortunada y otras peripatética, de cal y arena, de virtudes y fallas que, al final del día, nos tornan “humanos, demasiado humanos”, como lo expresara el brillante filósofo alemán Friedrich Nietzsche. Figuras populares y queridas por la mayoría de la gente como Bill Clinton, que algunos todavía llaman el primer presidente negro de los Estados Unidos por su afecto y afiliación con la minoría afroamericana de este país, y que tanto hizo por engrandecer la base económica de la población, es el mismo Bill Clinton enredado en escándalos de polleras que casi lo arrojan de la Casa Blanca y es el mismo simpático y locuaz presidente bajo el cual ocurrieron las terribles matanzas en Bosnia-Herzegovina, mismas que hicieron palidecer a los Estados Unidos y al mundo entero.

El cordial y bien intencionado Barack Obama, de verdad el primer presidente negro de los Estados Unidos y padre de una familia hasta ahora ejemplar, que generó una tan demorada reivindicación y un sentido de orgullo en la comunidad afroamericana –y en general en las minorías empobrecidas de este país– y adalid en la defensa del medio ambiente, es también el mismo Barack Obama a quien bautizaron “el deportador en jefe” por el tenebroso volumen de individuos y familias, mayormente hispanas, que fueron desterrados bajo su mandato y la mirada celosa de una agencia inmigratoria que ya empezaba a cobrar fuerza como una de las más inconstitucionales, abusivas y, valga el término, más anticristianas en la historia de los Estados Unidos.

Más atrás, figuras grandiosas como Napoleón Bonaparte, al cual se lo ha llamado uno de los dictadores más déspotas de Europa, arrollando con sus ejércitos las poblaciones europeas, hijo de una revolución que terminó siendo emperador y caprichoso imponedor de sus deseos personales, es también el Napoleón Bonaparte de las grandes ideas paneuropeas, el pionero de intentar un mercado común y abarcar a todas los países bajo una misma moneda y una misma administración, el promotor del desarrollo cultural y científico de Francia y de Europa toda, y un vehemente auspiciador de la educación pública. ¿Cristóbal Colón, valiente navegante y explorador que integró dos continentes antes apenas vinculados? ¿O Cristóbal Colón, el que abrió la puerta a la esclavitud de indígenas y la dominación monárquica sobre las naciones precolombinas? Alguna vez dije en estas mismas páginas que la diferencia entre los libertadores de los Estados Unidos y de Argentina, el general George Washington y el general José de San Martín, era que el primero tenía alrededor de 250 esclavos y el segundo ninguno.

¿Eva Perón, la indomable defensora de los más pobres o la caprichosa treintañera que trataba con desprecio a sus enemigos políticos?… Y así podemos seguir repasando la historia de estas grandes figuras que todos conocemos y ver que cada una de ellas tiene un conjunto de virtudes y desaciertos por los cuales el cómputo final casi siempre resulta dudoso, ni blanco ni negro, generalmente gris.

Si recuerda a Mohandas K. Gandhi, el “mahatma” libertador de la India y estampa monumental de la paz que inspirara a otro grande como Martin Luther King Junior, también ese Gandhi tenía yerros y desaciertos y hoy en día se lo hace en parte responsable de esta división caótica del subcontinente entre India, Pakistán y Bangladesh que ha producido una de las migraciones más grandes de la historia y una de las más cruentas y que, aun en la actualidad, cobra cientos de víctimas cada año. Hasta a la noble Madre Teresa, ahora santa Teresa de Calcuta, se la critica por haber aceptado donaciones de jefes criminales que manejan con brutalidad la economía subterránea e ilegal de esa ciudad, paradigma de todo lo que está mal en aquella nación. Y ese otro apóstol de la paz, el reverendo Martin Luther King Junior, Premio Nobel de La Paz que tanto hizo por afirmar los derechos de los afroamericanos, es el mismo mártir cuya revolución quedó a medias, cuando quizás no tuvo la inteligencia estratégica o la osadía para poner más presión política y social para facilitar la aplicación de leyes de equilibrio social y la eliminación de esta discriminación tan abyecta que es, aún hoy, uno de los pecados más grandes de esta nación nuestra y, al final del día, una de las razones principales del triunfo trumpista hace ya cuatro largos y asfixiantes años.

Si analizamos nuestras vidas y somos honestos con nosotros mismos, también veremos que este concepto de “una de cal y una de arena” nos aplica. Yo, el primero; no conozco nadie en seis décadas de vida cuya personalidad, conducta y accionar sean tan intachables que no tengan un lado oscuro, un error cometido, un rencor innecesario, una acción fallida, un sentimiento de culpa por lo que se pudo haber hecho y no se hizo o, más penosamente, por lo que se hizo y no se debió haber hecho. En la psicología Jungiana, esta figura oscura de nuestras personalidades se denomina “la sombra”, esto es, un aspecto de la personalidad humana tan distónico del conjunto de nuestra presentación interpersonal y social que no refleja lo mejor de uno y hasta la despreciamos porque no parece parte de uno mismo. La sombra vive en una oscuridad psicoanalítica esperando ser integrada al resto de la personalidad; es esquiva, contradictoria y hasta revulsiva, pero no por ello es menos cierta que la polaridad “buena y luminosa” que mostramos diáfanamente y con orgullo a los demás.

Aún con figuras muy difíciles y patológicas, en las cuales es casi imposible identificar el lado bueno de las cosas, como es el caso de Donald Trump, podríamos ver en su ejercicio desencajado y megalomaníaco del poder, un efecto homeopático, si me permite la comparación, en el sentido de que la filosofía homeopática está basada en el concepto de similibus similia curantor, es decir que la misma cosa que te hace mal te cura, aunque este principio balsámico está basado en la aplicación de pequeñas dosis de sustancias tóxicas para que el organismo desarrolle defensas que combatan la enfermedad y no en grandes como éstas que nos da el presidente Trump en sus demenciales entregas cotidianas. Quiero decir que sería posible que la gente reaccionara a tanta ignorancia y pedantería con una renovación, un renacimiento de los valores morales, constitucionales y de decencia que hoy por hoy están en el quinto subsuelo, como si el techo se nos hubiera caído encima. Así, con una de cal y una de arena, seguimos formando la argamasa de nuestras personalidades, de nuestras vidas comunitarias y países, con la esperanza de que un sólido cemento algún día las fortalezca a todas.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.