por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

“Let us raise the standard to which the wise and honest can repair.” George Washington.

 “It is immigrants who brought to this land the skills of their hands and brains to make of it, a beacon of opportunity and hope for all men.” Herbert Lehman.

Aunque el lenguaje utilizado por George Washington suene algo raro para nuestros códigos comunicativos del siglo XXI, su llamado a sanear las heridas luego de la devastadora Guerra de Independencia haciendo uso de la sabiduría y la honestidad, no podría ser más acertado ni contrastante con su incendiario cuadragésimo quinto reemplazante. Un ser humano banal y deshonesto cuya astucia no debe confundirse con una verdadera acreencia intelectual. Héroe innegable de la Independencia a pesar de que su pecado fue el no haber hecho propio el llamado a la igualdad racial y a la abolición de la esclavitud, Washington y su recién parida nación tuvieron que esperar a que otro grande de la historia norteamericana, Abraham Lincoln, condujera la patria con una vocación de sacrificio y una dignidad que el actual habitante de la Casa Blanca, estoy seguro, considera señales de debilidad y lasitud. El mismo que zafó de Vietnam argumentando tener pie plano o alguna otra excusa “trucha”, el mismo que abraza la bandera, pero se burla de las fuerzas armadas de las cuales es jefe supremo y comandante, el mismo que, como todo hombre cobarde y rastrero aprovecha su influencia y su mal habido dinero para tocar vulvas y senos con la calentura de un preadolescente y la insaciabilidad de un depredador sexual.

Cual César al borde de la debacle, sus generales lo abandonan, los ejércitos sospechan de sus siniestras intenciones, y una creciente franja de la población observa pavorida el deleznable rostro de este fantoche de anaranjada máscara y una mueca sardónica que habría inspirado a Edgar Allan Poe a escribir uno de sus más estremecedores relatos de horror. Hay quienes permanecen fieles a este mamarracho: los ignorantes de siempre, lo que sacan provecho de sus políticas domésticas e internacionales y, por qué no decirlo, esa masa de deplorables en su mayoría racistas y fracasados, que no soportó el haberse tenido que aguantar un presidente Negro por ocho años. Para ese otro 20 o 30% de votantes de lo que llaman “la clase trabajadora”, seguramente podrán encontrar en Joe Biden un coterráneo que también creció en una familia de clase media del cordón industrial quien, a diferencia del corrupto clan Trump, surgió desde abajo y cuyos abuelos no necesitaron regentar prostíbulos para sostener su familia, como el de este sinvergüenza.

Los gobernantes romanos aplacaban la inquietud del populus distrayéndolo con fastuosos y sangrientos torneos y combates en el Circo, precursor de los actuales espectáculos de televisión en los que se destripan reputaciones en lugar de cuerpos y se descuartizan aspiraciones políticas en vez de miembros… aunque siempre está nuestra innoble aliada, Arabia Saudita. Y más peligroso que esto era que algún César dislocado ordenara una guerra extra territorium para distraer a la “gilada” y permanecer en el poder. Y éste es mi segundo gran temor. El primero, ya se habrá dado cuenta, es que este país que amamos y hemos adoptado como propio, sufra otros cuatro años de un Trumpismo voraz e irreverente, de ignorancia y sectarismo inagotables, refugio y trampolín de peligrosos mesiánicos que alientan un Armagedón con la alarmante y díscola creencia de que Jesucristo, profeta de la paz por excelencia, habrá de hacer su segunda entrada en Jerusalén para alegría de justos y destrucción de pecadores. Mismo absurdo que alienta la política exterior del señor Pompeo, nuestro pantagruélico Secretario de Estado, y del sintomáticamente inexpresivo vicepresidente Pence. Aventuras bélicas que terminaremos pagando usted, yo y nuestros hijos por décadas.

Mi otra gran preocupación, especialmente como inmigrante y profesional de salud mental que atiende a muchos inmigrantes y minorías, tiene nombre y apellido: Stephen Miller. Si no lo conoce, él es el macabro arquitecto a la Goebbels de una política migratoria avalada por Trump y aplaudida por los ignaros que creen que los inmigrantes le roban el trabajo a los “americanos” –¡como si los inmigrantes naturalizados no lo fueran!– y los que no saben que si expulsamos a los 11 o 12 millones de indocumentados de este país, que es lo que pretende el antedicho infeliz, se quedarán sin mano de obra barata para la agricultura y las industrias sucias, ya que no hay blanco que aguante trabajar de sol a sol con la espalda agachada en los plantíos o desplumando pollos a cinco pesos la hora. Personaje tan cruel e inhumano que hasta su propio padre lo denuncia y su rabino lo echó de su congregación, es decir, un candidato ideal para este César psicopático incapaz de amar y para quien la cooperación y la solidaridad le son tan ajenos como la ciencia, ésa que denigra mientras cuenta los 200.000 muertos de esta brutal pandemia como Nerón, lira en mano, contemplando impertérrito el incendio de Roma.

Herbert Lehman, el extraordinario gobernador demócrata de Nueva York, distinguido senador estatal y hombre de confianza de Franklin D. Roosevelt, cuya celebre reflexión está estampada en el pasaporte norteamericano que porto con orgullo al igual que el antes mencionado del General Washington, no podría estar más acertado: Esta nación la construimos, la desarrollamos y la protegemos todos, nativos y naturalizados, blancos, negros, marrones y amarillos, mujeres y hombres, superdotados y discapacitados, con la pala y el lápiz, con el arte y la ciencia, con la palabra y el bisturí, con poesía y tecnología, con nuestros mil acentos y 300 lenguas, forjando una patria que, como las de nuestros orígenes, a veces se tuerce y se equivoca, se empecina en el error y se debate arrebatadamente, sostiene acaloradas luchas internas y proyecta escenarios futuros que, aunque diametralmente opuestos, jamás, jamás, jamás pueden dar espacio a la violencia. Como norteamericano naturalizado, insto a mis compatriotas a salir a votar el 3 de noviembre o hacerlo con anticipación, y a recordar que cada voto cuenta: ellos son minúsculos ladrillos invisibles que, unidos en noble aspiración, levantan una muralla, no de discordia, discriminación u odio, sino una que contenga y purifique las aguas putrefactas de este gobierno que ya nos han llegado al cuello.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.