Por Juan C. Dumas, Ph.D.*
Sólo zarzas y espinos nacen donde acampan los ejércitos. Después de la guerra siguen años de hambre. El buen general vence y allí se queda. No abusa de su poder, no se sobreestima. Vence y no se jacta, vence porque es su deber.
Lao-Tsé: Tao-Té-Ching. Siglo V AC.
Muy pocas naciones se han levantado sobre la faz de la Tierra sin el sacrificio extraordinario de sus soldados, de hombres y mujeres que, dejándolo todo a un lado, tomaron palos, machetes, espadas y fusiles para moldear, a sangre y fuego, el perímetro de su libertad y hacer flamear las banderas de independencia y soberanía de sus pueblos. Tenemos una deuda de gratitud con ellos y es justo honrar su memoria en las celebraciones que, año tras año, aúnan a las comunidades en su torno.
La Historia Universal nos recuerda, empero, de penosos episodios en los que algunos de estos hombres se transformaron en crueles victimarios de sus pueblos, en asesinos a sueldo, en corrompidos administradores criollos de poderes extranjeros y, en el peldaño más bajo de este intolerable descenso hacia el Averno, en torturadores y homicidas de niños, ancianos y mujeres. Hemos visto, además, tanto en la Antigüedad como en el mundo actual, naciones que no han tenido una clase militar –como Fenicia, la actual Líbano– o que la han abolido completamente –como Costa Rica– y países en los que los militares se adscriben plenamente a las normas democráticas internas –como Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia– pero demuestran en sus injerencias internacionales conductas antidemocráticas y a veces violan descaradamente los derechos humanos de terceros.
Las filtradas filmaciones de soldados orinando, pateando o escupiendo los cadáveres de combatientes enemigos o profanando sus hogares y familias despiadadamente, hacen rasgar las vestiduras a civiles y militares por igual, independientemente de la calidad moral de los abatidos. Con una escala de valores que no alcanzo a comprender y que rechazo meridianamente, muchos se escandalizan ante la deshonra de los muertos, pero no tanto ante el abuso o la tortura de los vivos. La quema de banderas los enardece más que el asesinato brutal de familias que tuvieron la desgracia de habitar en zonas de guerra, y el insulto mordaz del contrincante reverbera en sus mentes más que el silbido de la bala que lo desploma, más que la explosión de un misil maniobrado por un imberbe que sigue jugando, como en su cercana adolescencia, a destruir electrónicamente al enemigo, mientras toma su piña colada tranquilamente y se burla de las muertes que provoca a cinco mil millas de distancia desde su modernísima pantalla de computador.
Hay profesionales en salud mental que justifican la conducta de estos soldados aduciendo que las situaciones de combate son tan estresantes que no es inusual éste y otros tipos de manifestaciones agresivas contra un enemigo mortal que los acecha 360 grados a la redonda y que, cuando es dado de baja, dichas tensiones se liberan impulsivamente. La otra parte de la explicación a estas conductas deplorables pasa por la típica y sistemática deshumanización del enemigo, recurso psicológico que hemos utilizado a lo largo de la Historia, desde el acusar a los alemanes en la Primera Guerra Mundial de asesinar y comerse a los niños del contrincante (y antes de ellos a los otomanos, a los moros y a los bárbaros, además de a judíos y gitanos) hasta ver en cada soldado enemigo a un enviado del mismísimo Satanás. Porque es mucho más fácil matar al prójimo cuando no se lo ve como tal sino como un ente infrahumano, lleno de vicios y maldades y capaz de crímenes horrendos.
Las estadísticas del Centro de Control de Enfermedades (CDC) de los Estados Unidos revelan que muchos de los combatientes que regresan de los frentes de batalla padecen problemas muy serios que incluyen el abuso de alcohol y drogas, un incremento pavoroso de episodios de abuso y agresión sexual (especialmente contra sus propias camaradas femeninas), de violencia doméstica en sus hogares y una plétora de enfermedades psicológicas como el desorden de estrés postraumático, la paranoia y la depresión profunda, con un penoso y alarmante aumento en el número de suicidios y homicidios.
De lo que rara vez se habla es de la triste realidad de que, sea en el país que sea, el soldado está programado y entrenado para matar, no para mediar ni buscar soluciones alternativas que no pasen por el ejercicio brutal de la violencia. Si un joven que observa 10 minutos de acciones violentas en televisión u otros medios audiovisuales está 30% más proclive a dar respuestas desajustadas y violentas en los tests proyectivos que se le administran a continuación, imagine usted qué poco espacio queda en la mente de una persona sistemáticamente entrenada para herir y matar, y cuáles son sus posibilidades de acomodarse a una vida civil luego de meses y años combate. No es posible preparar soldados para la guerra sin deshumanizar, no solo al enemigo sino también a ellos mismos, sin endurecer sus corazones para que no perciban el dolor ajeno, sin darles bendiciones políticas, judiciales y religiosas para calmar sus conciencias, especialmente cuando no se trata de salvar la integridad de sus hogares o el bienestar de la nación que los arma en su defensa.
La personalidad humana, con todas sus flaquezas y ambigüedades, no está diseñada para matar sino para vivir y convivir. De allí la cantidad de conflictos morales y psicológicos que deben enfrentar los soldados en zonas de combate y cuando se los desmoviliza. Es una verdad triste e incómoda, pero no por ello menos cierta. Es un horrendo ciclo moral en el que a los hijos de clases socioeconómicamente sumergidas por un sistema de privilegios que hace todavía débil e imperfecta a nuestra democracia norteamericana, se los prepara para ser victimarios de terceros y regresar, con el cuerpo quebrado y el alma profundamente herida, a una comunidad que los ignora poco tiempo después de la medalla, el apretón de manos y el aplauso por el que deben sonreír o al menos intentar una mueca de satisfacción.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y educador público. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de Manhattan Norte y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.