Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
Los ecologistas son neuronas diciéndole al aparato digestivo que controle su apetito y aprenda a ir al baño donde corresponde.

Juan Carlos Dumas, “Pensamientos del Corazon

Si hemos de juzgar a las especies de nuestro planeta en función de la magnitud del daño y depredación que producen en su paso evolutivo, no existe ninguna duda de que la nuestra, la especie humana, lleva la delantera por encima de todas las demás con las que comparte este frágil hábitat planetario. Los científicos coinciden en estimar que alrededor del 30% de todas las especies animales del planeta han sido arrasadas por Homo Sapiens desde 1970. Las razones son evidentes y van más allá de cualquier especulación política en lo que hoy se observa como un sostenido e imprescindible esfuerzo en elevar la conciencia pública acerca de los efectos devastadores de las industrias humanas en el planeta. Llámese calentamiento global, cambios súbitos de clima, agravamiento atmosférico del planeta, deterioro de la capa de ozono por las industrias tóxicas, calentamiento de los mares que lleva a la muerte a cientos de especies subacuáticas, esto es una realidad indiscutible. Por lo menos para quienes todavía respetan y valoran el análisis y las conclusiones científicas en lugar de especulaciones políticas que nada tienen que ver con la salud de nuestros ecosistemas y todo con la protección de sus industrias contaminantes y de quienes aportan billones de dólares para mantener a los mandamases en el poder. Su voracidad económica ignora, camufla, retruca y desdice las muestras evidentes de sufrimiento de selvas, cursos de agua, huracanes que cada día azotan con mayor frecuencia e intensidad a las poblaciones de los cinco continentes, incendios en los que sucumben millones de hectáreas naturales, es decir sin explotación, bosques que mantienen sanos a nuestros pulmones, y desplazamientos poblacionales forzados que afectan también a millones de personas en hábitats que se están tornando cada vez más inhabitables, todo ello producto de la falta de responsabilidad y la desmedida ambición de quienes nos gobiernan y desgobiernan.

Esta preocupación sobre los daños que la especie humana hace contra sí misma y contra su entorno no son en absoluto nuevos. Viene a mi memoria un excelente obra científica novelada sobre el cataclismo ecológico producido por el descubrimiento de América (o, si prefiere, su redescubrimiento por parte de Cristóbal Colón), titulada 1493, que reporta los tremendos cambios producidos por la llegada de los europeos a tierras americanas, con devastadoras alteraciones en los ecosistemas y la extinción casi total de especies naturales precolombinas que no lograron sobrevivir a la invasión blanca, tales como abejas, mariposas, muchos otros insectos y docenas de plantas de las cuales sólo quedan muestras en los libros de Historia y en los murales de las distintas culturas que las habitaban antes de tamaño cataclismo y que asimismo cayeron bajo la conquista de un lejano continente llamado Europa.

También podemos ir mucho más atrás en el tiempo y ubicarnos en la Prehistoria de la Humanidad, imaginando los primeros clanes humanos que, desde África, empezaron su periplo invasivo y dominador hacia el resto del planeta de cien en cien. La ciencia documenta irrefutablemente que la llegada del Homo Sapiens a Europa, América, Asia y Oceanía tuvo consecuencias letales para centenares de especies que no habían conocido este homínido parado en dos patas al cual miraban con sorpresa, pero sin temor, incapaces de reconocer la magnitud de la violencia de esta nueva especie tan hábil en el oficio de matar. Así fue como desaparecieron especialmente los llamados grandes mamíferos, como el caballo y el camello de una América que no conocía aún la llegada de estos cazadores que atravesaron el estrecho de Bering desde lo que hoy es Rusia hasta lo que hoy es Alaska, o las invasiones humanas a territorios vírgenes que acabaron con mastodontes y elefantes prehistóricos, las tortugas gigantes, la versión gigantesca de los tapires y armadillos de hoy en día y muchos otros animales que no se dieron cuenta a tiempo de la letalidad de un ser humano al que podrían haber aplastado fácilmente con sus enormes anatomías y del que terminaron siendo desayuno, almuerzo y cena.

En Indonesia, mientras esto escribo, 2.000 fuegos simultáneos destruyen los pulmones de más de un millón de habitantes, tiñendo el cielo de un rojo cardenalicio cual bíblica predicción, al mismo tiempo que se destruyen sin vergüenza, ¡sin vergüenza! 2 millones de acres en un Amazonas hoy por hoy gobernado por un capitancito fascista tan negador de la ciencia como el mendaz habitante de la Casa Blanca que reniega de las evidencias científicas y los acuerdos internacionales ante el aplauso de un populacho ignorante y de los ladrones de siempre. A los 7.000 millones de seres humanos que poblamos el planeta y consumimos sus recursos con pantagruélica apetencia, la naturaleza nos devuelve, en irónica vendetta, el equivalente a una tarjeta plástica como la que seguramente usted lleva en su bolsillo, misma que tragamos inadvertidamente cada mes, resultado de la fragmentación y dispersión ubicua de un producto creado por nosotros mismos y que ella, nuestra irremplazable madre, no puede descomponer y que será la marca de su imbecilidad per secula seculorum, junto a sus aún más peligrosos primos: el uranio y el plutonio.

Las masas acuáticas de la Tierra que conforman el 75% de ella, nos defendían del calentamiento global absorbiendo 1/4 del dióxido de carbono de las industrias humanas, los vehículos, las plantas productoras de energía, y otros gases nacidos de una Revolución Industrial tan magnífica como peligrosa. Los mares absorbían el 90% del calor atmosférico retenidos por el dióxido de carbono y otros gases responsables del tan mentado “efecto de invernadero”, pero las aguas se han tornado más ácidas y más calientes que nunca y, de rebote, destruyen a su paso un millar de ecosistemas subacuáticos como el zooplancton y el fitoplancton, las algas y pastos marinos, los corales y millones de peces. Las llamadas “olas de calor marino” también aumentan la cantidad y toxicidad de bacterias y algas destructoras de los ecosistemas y expanden su carga letal a ríos y lagos en todo el mundo, poniendo así en grave peligro las ya escasas reservas de agua de la Tierra, por lo que muchos analistas y ecólogos predicen será la razón número uno de horrendas guerras regionales que han de ocurrir en los próximos 100 años.

Los cielos tampoco nos dan mucha esperanza. Un nuevo estudio ornitológico revela que casi el 30% de todos los pájaros de los Estados Unidos y Canadá ya han desaparecido, 2,9 billones de víctimas del uso voraz de pesticidas desde 1970 y de la invasión humana de tierras vírgenes. Esas aves ya no están allí para controlar pestes, asistir en la polinización de las plantas y la diseminación de semillas y mantener sanos bosques, praderas y valles. Usted bien sabe que este terrible cambio climático está derritiendo los hielos polares y los glaciares a un ritmo no visto desde la última era posglaciar, provocando cada vez más frecuentes y devastadores inundaciones, incendios, huracanes y sequías que alarman a las comunidades científicas en todo el mundo y a todo ser humano razonable que se dé cuenta que la mano del Homo Sapiens, ingenioso constructor de herramientas, dominador del fuego y brutal depredador de otras especies, ha ido demasiado lejos en su conquista ciega del planeta, sin darse cuenta de que él también forma parte del mismo ecosistema al que abusa con inusitado desparpajo.

Como escribe con énfasis y rigor mi viejo amigo, el doctor Gustavo José González, coautor de mi primera obra titulada “Enigmas de la Odisea Humana” y de varios ensayos en materia de antropología, salud y protección ambiental: “Debemos dejar de engañarnos; a gran escala no existe tal cosa como una “minería sustentable”, que en realidad no es sino el movimiento violento y salvaje de miles de millones de toneladas de material y su posterior tratamiento químico. Estos desperdicios tóxicos tarde o temprano terminan alcanzando las aguas de consumo. La mayoría de las consecuencias para la salud no son inmediatas, pero la exposición crónica a cianuros, metales pesados y compuesto sulfurosos son responsables de un sinnúmero de trastornos con consecuencias irreparables en la salud y no pocas veces mortales, asimismo para las plantas y animales expuestos a su tóxica acción. ¿Haremos algo o moriremos con la sonrisa de idiota?”

Los que alguna vez hemos tenido una educación cristiana, no podemos dejar de recordar las profecías del Libro de las Revelaciones de San Juan, llamado también el Apocalipsis, cuando se refiere a la destrucción de la tercera parte de los mares, la tercera parte de las aguas, y la tercera parte de las tierras en horrendo preámbulo del final de la existencia humana, de acuerdo a su místico e iluminado escriba. Pero, esta vez, en lugar de agachar la cabeza y orar compungidos antes del fin de los tiempos, o además de ello, se impone, si es que esta especie nuestra tiene alguna chance de sobrevivir a su propia ignorancia y destructividad, que reduzcamos ahora mismo la devastación sistemática de tierras, aires y mares del planeta, o habremos de sucumbir como los ingenuos mastodontes a quienes nuestros ancestros extinguieron en un tris. Todo otro emprendimiento humano es secundario a esta urgencia por sanear el planeta con esfuerzos conjuntos y sostenidos en los que la educación pública es tan imprescindible como la elección de líderes políticos que reconozcan que esta reparación es urgente, impostergable y esencial para un animal humano que ha llegado al tope de su depredación ambiental y ha caído en su propia trampa.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.