por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

Fue hasta 1580 cuando una nueva expedición dirigida por don Juan de Garay lograra afincarse en la boca de un anchuroso Río de la Plata, testigo mudo de heroicos avatares, viles asesinatos y desapariciones, intentos de asalto por el consuetudinario rapiñaje británico, y los anónimos despojos de tantos caídos por la mano asesina de sus compatriotas. El poblado fue restablecido pero el precio fue también alto en sangre y fuego: Garay murió flechado y lanceado junto a sus hombres en una emboscada de Timbúes en la última de sus numerosas expediciones regionales. Lo cierto es que la campaña del desierto por el general Rosas, que pudo haberse llamado “campaña de exterminación de las poblaciones indígenas de la provincia Buenos Aires y más allá”, solo logró efectos relativos que, si bien duplicaron el tamaño de las tierras explotables por hacendados y chacareros bonaerenses, no lograron abatir del todo las andanadas de malones que destruían sus asentamientos con entendible virulencia; asaltos imprevistos que le prendían fuego a sus cosechas y caseríos, robaban sus mujeres, sus caballos, su ganado y sus bienes, y dejaban fortines abandonados en una línea de la frontera sur que iba desde las afueras de Buenos Aires hasta Chivilcoy y Pehuajó.

Las tropas de Rosas rescataron unos 2.000 cautivos y abatieron alrededor de 3.000 indígenas, dicen los historiadores, contra unas 1.200 lanzas provistas por Pampas, Ranqueles, Tehuelches y Araucanos. Luchas simétricas, de cuerpo a cuerpo, de sable y lanza, de hombre a hombre, tan trágicas como heroicas, ausentes de cobardes bombardeos o drones que, invisibles, arrancan vidas con total desparpajo, a distancia, tan cobardes como la bomba anónima que mata sin ton ni son y que a veces ni siquiera reclama autoría.

Entender la conquista del desierto como un blanco y negro lineal en el que uno de los lados es el malo de la historia y el otro lo bueno, es simplemente desconocer la complejidad y superposición de alianzas y traiciones que ahora unían en hermandad a un Rosas con un Cacique Catriel o al gran guerrero Cafulcurá con un Mitre o un Urquiza, y luego los enredaban en guerras despiadadas, dependiendo de las razones económicas y de las sinrazones emocionales que emanaban de la volatilidad de la época y de la pasión de sus actores principales. La riqueza de la tierra, sobre todo, era su secreto a voces, su premio, su maldición.

El robo y contrabando de vacunos y ovinos desde las pampas hasta la cordillera de los Andes, y desde allí hasta Chile, era tan voluminoso que algunos historiadores estiman que el negocio, en moneda norteamericana actual, rondaba los 40 o 50 millones de dólares. Robos y saqueos que quebraban las finanzas de hacendados grandes y pequeños, y mucho más relevante que eso, ponían en riesgo la visión de una Argentina como nación independiente y unida. Fueron principalmente los hacendados quienes a veces imploraban y otras exigían y amenazaban a los gobiernos provinciales para actuar de una vez y “liquidar al indio”

A pesar de tanta muerte de amigos y enemigos que intercambiaban roles como piezas de un enorme ajedrez que iba desde Santiago de Chile hasta Buenos Aires y desde Mendoza hasta la Patagonia, las indiadas siguieron sus asaltos hasta que en 1879 el general tucumano Julio Argentino Roca, logrará la erradicación final de los indios que poblaban la región central del país y la Patagonia y a quienes no se los concebía para ninguna otra función que la vida tribal y el saqueo de lo que criollos y blancos comenzaban a forjar en la fértil tierra pampeana y patagónica. Pero además de poner fin a las amenazas indígenas, la expedición militar de General Roca dio por tierra con las reclamaciones chilenas sobre el territorio patagónico, mismas que cundían por los últimos 50 años y que pretendían hacerse de una gran parte de la Patagonia bajo la estrategia siempre astuta y no siempre digna de los políticos chilenos y sus militares.

Como relata el gran historiador Félix Luna, para quien tuve el honor de escribir una columna mensual allá en los años 80, en su Historia Integral de la Argentina: “Con Chile, los conflictos fueron creciendo hasta culminar en 1878 con el retiro de la delegación argentina en Santiago. Pero el problema, que según la tesis chilena involucraba la soberanía sobre la Patagonia, terminó realmente 1879, cuando la expedición comandada por Roca llegó a las orillas del Río Negro y sus columnas auxiliares a la cordillera, a la altura de Neuquén. Con la conquista del desierto, como se llamó, no solo terminaban las reclamaciones chilenas sino también la amenaza de los indígenas sobre el sur de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, San Luis y Mendoza, si bien hay que recordar en este punto la inteligente acción militar desplegada previamente por Adolfo Alsina como ministro de guerra.

La conquista del desierto fue una necesidad de la época. La idea de progreso chocaba con la circunstancia de que los indios señoreaban las enormes praderas del sur de las provincias más ricas del país. La concepción darwiniana y positivista, la certeza de la superioridad del hombre blanco, que regía en todo el mundo, presionaba para que la Argentina ocupara esos territorios a costa del aniquilamiento de las tribus. Ninguna voz se alzó para plantear una alternativa pacífica al problema del indio, a quien se consideraba incapacitado para otra cosa que pelear y saquear.

El general Roca organizó cuidadosamente su expedición a lo largo de 1878, inició su marcha desde Carhué a fines de abril de 1879 y el 25 de mayo llegó a Choele-Choel, a orillas del Río Negro. Cinco columnas paralelas, de la cordillera hasta su propia fuerza, habían logrado casi sin combate cerrar el problema que durante más de un siglo había impedido la expansión hacia el sur. Cuando regresó a Buenos Aires, ya su nombre se proclamaba en varias provincias como futuro presidente”

El ejército del general Roca de 1878 contaba con 6.000 soldados y 1.000 indígenas aliados que le tenían más odio a las tropas del gran cacique Juan Calfucurá que los mismos blancos. El llamado “Napoleón del Desierto”, quien fuera aliado de Rosas y participó con sus guerreros en la batalla de Caseros de 1852, de la que fuera ganador el general Urquiza, contaba con 8.000 lanzas. Calfucurá sabía tanto de estrategias de combate como el mejor de los generales blancos, a quienes sorprendía con sus ordenadas cargas de caballería y una disciplina militar encomendable.

El lado oscuro de aquel gran cacique, abuelo del venerado beato argentino Ceferino Namuncurá y a quien sucediera su hijo Manuel tras la muerte del cacique en 1873, era nutrido en robos y violencia: arrasó la ciudad de Bahía Blanca en 1852 con 5.000 guerreros, llevándose 65.000 cabezas de ganado, produciendo temor y saqueos en la indefensa población; le declaró la guerra a Domingo Faustino Sarmiento; saqueó los pueblos bonaerenses de 25 de Mayo, 9 de Julio, Tres Arroyos y nuevamente Bahía Blanca en 1870, robándose esta vez 80.000 vacas y centenares de cautivas… El lado oscuro del General Roca y del gobierno argentino que lo auspiciaba también fue inmisericorde: encarcelamientos brutales, torturas, trabajos forzados, despojo de sus territorios históricos y sus bienes, castración a cuchillo de centenares de guerreros indígenas, e indignas violaciones de sus mujeres…

Como todos los personajes de la historia argentina y mundial, prácticamente no hay uno que no tenga, como mencionaba en mi nota anterior, un lado brillante y un lado oscuro, una sombra sospechosa y una luz producto de sus logros políticos, institucionales, sociales o militares. Por supuesto que, en el caso del general Roca, tío abuelo de mi abuela materna, en mi hogar solamente se recordaban y exaltaban esos logros positivos que hicieron del general una de las grandes figuras de la historia argentina, dos veces presidente de la República, brillante operador político apodado “el zorro” por su astucia y “héroe” de la conquista del desierto.

Con lo escrito anteriormente, comparto con los lectores que la realidad de estas figuras históricas es multifacética y que hay tantos méritos para deshacerse de su nombres y estatuas de homenaje como para preservarlas. Por eso creo que, como en el caso de mi ancestro, resulta más juicioso y equilibrado agregar junto a sus pedestales e imágenes placas o notas históricas que den cuenta debida de esa otra mitad oscura de todos estas figuras legendarias, desde Cristóbal Colón hasta Manuel Belgrano, desde Juan Díaz de Solís hasta Martín Miguel de Güemes, a fin de que la ciudadanía logre una buena educación y entendimiento de su pasado histórico y de las realidades que fueron delineando el perfil de nuestras tierras, pueblos y naciones.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.