por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

 “La Humanidad puede ser considerada como la mente de la Tierra y diferente del resto de la Naturaleza, pero diferente como el cerebro de un hombre lo es respecto de sus propios pulmones”: Christopher Stone, abogado, ambientalista y profesor universitario. 1937-2021.

Aparentemente nada tienen en común los vecinos que me rodean. La pareja de bengalíes que viven enfrente de mi casa no podría ser más distintos que aquella norteamericana que habita en la casa de atrás o que la pareja irlando-italiana de la vivienda de al lado. Culturas disímiles, religiones y creencias distintas, probablemente con visiones políticas y sociales antitéticas, familias que hablan con acentos diversos, que comen alimentos distintos y cuyos quehaceres y profesiones no tienen nada en común: la enfermera, la financista de Wall Street, el empresario, el especialista en calderas y refrigeración industrial… Como dije, nada en común.

Pero desde nuestro hogar, tan pleno de árboles, plantas, flores y un fantástico arcoíris de animales que lo visitan, desde pájaros azules y mariposas hasta conejos y cardenales, vemos con gran dolor de corazón y enojo, que las tres comulgan con una creencia suburbana que se ha esparcido como la peste en gran parte de los Estados Unidos. No, no me refiero al COVID 19, al consumo de drogas, a la ostentación económica, ni a ese ignorante y autocensuraste código secreto que les impide hablar de política o religión… “Por las dudas, vio”.

Esta otra creencia, aunque temo que usted lector le encontrará insignificante o hasta irrelevante, es a mi entender más significativa que cualquier otra. Estas gentes han desarrollado un gusto y una peligrosa costumbre de derribar árboles en sus propiedades sin necesidad, sin ton ni son, y sin respeto por aquélla. Argumentan sandeces como que “es mejor cortarlos ahora antes que alguno se caiga y nos dañe el techo”, o “el pasto queda más lindo si cubre todo el jardín y los árboles no le dan sombra” …  ¡Dios mío! ¡Madre naturaleza, protectora del mundo! ¡Cuánta ignorancia! ¡Cuánto desprecio por una forma de vida de la cual somos, lamento informarle por si todavía no se dio cuenta, unos simples parásitos!

AJ Mitchell, la periodista y productora de CNN, nos informa que las ciudades norteamericanas pierden 36 millones de árboles cada año; esto implica el incremento del calentamiento global y de la polución, la reducción de los niveles de oxígeno a la atmósfera, la pérdida de árboles como filtros de agua naturales y combate a las inundaciones, la disminución de ruidos ya que los árboles absorben sonidos desagradables y que incrementan el de los pájaros. Los árboles absorben el 96 % de la radiación ultravioleta, asisten al desarrollo y protección de la vida silvestre y, por supuesto, la de nuestra salud mental.

El recientemente fallecido abogado, ambientalista, y profesor universitario Christopher Stone, planteó seriamente en 1972 que los ríos y las forestas deberían tener derechos ante la ley tal y como lo tienen las personas y entidades “no humanas” como corporaciones y países, dando el puntapié inicial a un movimiento global en defensa de la naturaleza. De hecho, en 2016 y 2017 el gobierno de Nueva Zelandia, siempre en la avanzada, les confirió a todos los parques nacionales de aquel país “todos los derechos, poderes, deberes y responsabilidades de una persona legal” y determinó que los ríos son “un todo viviente e indivisible,” cumpliendo el deseo de la tribu maorí que habita la región. Lo mismo hizo el estado hindú de Uttarkhand, otorgándole personería a dos de sus ríos.

Usted sabe la ecuación: sin árboles no tenemos suficiente oxígeno y sin él morimos irremediablemente dando asfixiantes bocanadas. Lo sabían los antiguos moradores del planeta tanto como nuestros científicos actuales, mismos que advierten sobre los efectos que la polución humana produce sobre la naturaleza y que imploran por el cuidado de la tierra: crisis climática antes insuficientemente llamada “calentamiento global” y “efecto invernadero”, aunque los dos fenómenos están incluidos en aquélla.

Los druidas, esos moradores ancestrales de la Europa nórdica, también lo sabían. Como la mayoría de las tribus indígenas de la América precolombina, ellos tenían ceremonias religiosas específicas para que quien debía cortar un árbol obtuviera permiso de las autoridades, chamanes y sacerdotes, antes de hacerlo. Podríamos especular que estas férreas tradiciones eran el producto de una conexión que los pueblos antiguos y los que vivían inmersos en la naturaleza tenían con los árboles; sabían que sin ellos no se sostiene la vida, ni la humana ni la del resto de la animalidad.

Sir James Frazier, en su monumental obra antropológica bautizada “La rama dorada”, nos relata lo siguiente: “En una investigación que Grimm hizo de las denominaciones teutónicas de templo, deduce como probable que, entre los germanos, los más viejos santuarios fueron los bosques naturales. Sea como quiera, el culto del árbol está bien comprobado en todas las grandes familias europeas del tronco ario. Entre los celtas nos es familiar a todos, el culto de los druidas al roble y su palabra antigua para santuario la creemos idéntica en origen y significado a la lantina nemus, un bosque o boscaje abierto que todavía sobrevive con el nombre de Nemi. Entre los antiguos germanos fueron corrientes los bosques sagrados y el culto del árbol no está totalmente extinto entre sus descendientes actuales.

La severidad del culto en sus primeras épocas puede deducirse de las penas feroces que señalaban las antiguas leyes germánicas para el que se atrevía a descortezar un árbol vivo: cortaban el ombligo del culpable y lo clavaban en la parte del árbol que había sido mondada, obligándole después a dar vueltas al tronco, de modo que quedasen sus intestinos enrollados en el árbol. La intención del castigo está claramente indicada: reemplazar la corteza muerta por un sustituto vivo tomado del culpable. Era vida por vida, la vida de un hombre por la de un árbol.

Pero no se preocupe que ninguno de mis indoctos vecinos terminará con su estómago abierto y sus chinchulines expuestos alrededor de un pobre árbol, no por falta de ganas, no, sino porque ya los han derribado a todos.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Queens.