Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

La Noche.

I hold my face in my two hands. No, I am not crying.
I hold my face in my two hands, to keep my loneliness warm
two hands protecting, two hands nourishing,
two hands preventing my soul from leaving me in anger.

Poema de Thich Nhat Hanh, el fallecido maestro Zen ante el brutal bombardeo de Ben Tre durante la Guerra de Vietnam.

Sólo zarzas y espinos nacen donde acampan los ejércitos. Después de la guerra siguen años de hambre. El buen general vence y allí se queda. No abusa de su poder, no se sobreestima. Vence y no se jacta, vence porque es su deber.

Filósofo chino Lao-Tsé: Tao-Té-Ching. Siglo V AC.

La primera víctima de la guerra, dice el acertado refrán popular, es la verdad. Y el primer beneficiario de ella, digo yo, es el vendedor de armas.

Un frío gélido tiende su negro manto sobre la tierra, encanijando pueblos y voluntades con idéntico rigor, desafiando esperanzas, arrojando sueños de cálida compasión a un enorme caldero de inmundicias. Uno tras otro, en aleatorio orden, sucumben a la embestida brutal de esta dinámica tan inmisericorde como el desaforado ser que, no habiendo logrado ponerse al mundo en el bolsillo, intenta hundirlo, vejarlo, hacerlo trizas con una pléyade tan demencial y deplorable como él.

Hay 8 billones de personas en el planeta, pero, ¿cuántos de ellos tienen corazón? La mitad. ¿Y cuántos de ellos tienen alma o, si prefiere, suficientes valores morales o espirituales? La mitad. ¿Y cuántos de ellos hacen algo útil con ese corazón y esa alma? La mitad. Es decir, el mundo está saturado de seres humanos, pero apenas el 12.5 porciento merece en verdad ese apelativo.

Si raspamos la superficie, sacamos la costra, el betún engañoso con el que buena parte de los seres humanos disimulan sus fallos y esconden sus miserias, allí están, en ese sustrato oculto, el egoísta, la mentirosa, el cínico, la prepotente, el ignorante, la perversa, el cruel, la miserable y hasta el asesino. Dioses y demonios luchan horrendas batallas dentro de nosotros, nos hacen a su imagen y semejanza (sanguinarios, impredecibles, contradictorios), nos moldean silenciosa, caprichosamente como arcilla húmeda y, al final de tanta lucha cuerpo a cuerpo, de ingentes desesperos y agonías, de gritos entreverados de victoria y retirada, nos abandonan a la hora de la muerte con la más imperdonable de las negligencias. Por eso le insto a los hombres que quieran y puedan oír: libérense de ellos, maten a sus dioses y demonios antes de que los conviertan en residuo y hojarasca de sus malsanos juegos.

Aprendimos que las instituciones, públicas o privadas, son tan buenas o malas como sus dirigentes, incluidos los que construyen y sostienen esto que llamamos ‘democracia ‘y sus poderes tripartitos. Dirigentes nobles y comprometidos con el bien común hacen funcionar el sistema democrático adecuadamente y lo orientan hacia el bienestar. No hace falta que le diga que lo contrario es igualmente cierto, ya que no hace tanto que hemos sufrido en carne propia las consecuencias de un presidente y sus acólitos que, entre fantochadas y abusos, llevaron a nuestro país al borde de la debacle cívica.

Cuando una nación está armada hasta los dientes y amenaza desatar una guerra mundial, sólo la acción conjunta y coordinada de las democracias puede impedirlo, pero fundamentalmente a base de raciocinio y la búsqueda de una paz que, aunque seguramente endeble, precaria e injusta para los asediados y las víctimas de aquellos desaforados de poder, nos permitirán ganar tiempo y diseñar estrategias –políticas, judiciales, económicas, sociales, religiosas– para promover pacíficamente los cambios que Europa y el mundo entero necesitan. Todo lo demás es impensable y peligroso como la voracidad del agresor; sus consecuencias tan letales para la estabilidad mundial que amenazar con el uso de la violencia y el bíblico ojo por ojo es tan nefasto como el hecho que la paz del Viejo Continente y Eurasia ha quedado bajo los escombros.

El Día.

La tortura, aplicada públicamente por centurias para infundir temor en la población con la fanfarria propia de una fiesta patronal, hoy se lleva a cabo casi exclusivamente en sitios subterráneos por miedo a que esa misma población se subleve con justificados sentimientos de indignación y demandas penales contra sus deleznables ejecutores.

El temor que infundían las típicas figuras de autoridad: padre, maestro, médico, policía, sacerdote, militar, se ha permutado en un cuestionamiento profundo de sus roles y provocado querellas y rebeliones en casi todo el planeta.

Los conflictos bélicos, las invasiones, los saqueos brutales que hasta hace poco eran desconocidos por el grueso de la población o, peor aun, ignorados, hoy causan consternación y nutridas movilizaciones de rechazo a esta violencia que, indudablemente, serán historia tarde o temprano a medida que avanzamos en este siglo XXI hacia sociedades más democráticas, menos violentas, más respetuosa de los derechos de los demás, incluyendo los de la mortificada naturaleza que a regañadientes nos aloja.

La educación, otrora constreñida a pequeños círculos de poder, hoy es generalizada, pública y gratuita al menos en la tercera parte del mundo. Quien aprende a leer y a escribir tiene en sus manos y cerebro la posibilidad de filtrar, revisar y cuestionar la información que desde distintas esferas del poder se le brinda a menudo con propósitos manipulativos más o menos evidentes.

A pesar de lo siniestro de la hora, hoy, cuando aun respiramos este aire tóxico de pandemia y pandemónium, la una ciega y sin propósito, el otro intencional y subversivo, hoy, cuando el horizonte no habla sino de divisiones y reyertas, donde el vecino se ha transformado en peligroso enemigo y el pariente, encanallado por aquél, en acólito de la locura más extrema, ésta que empuja a nuestro planeta al borde del desastre, hoy, todavía me animo a predecir un futuro en el que la razón y el sentido común, la moderación y el consenso, el derecho y la justicia volverán a entibiar este mancillado orbe, devolviéndole alegrías y entusiasmos, normalidades y convivencias que parecen haber fenecido bajo una espesa niebla de mentiras y atroces fabricaciones. ¡Habrá primavera! ¡Habrá retorno a la civilidad! ¡Habrá paz!

Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan, y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.