Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
Las estadísticas no podrían ser más claras: en los años 80, el 20% de los norteamericanos admitían sentirse a menudo solos; actualmente, es el 40% de ellos quienes reportan sentimientos de soledad y aislamiento social. Quizá por ello, la tasa de suicidios es la más alta en los últimos 30 años en los Estados Unidos y la tasa de depresión es 10 veces más alta que en los años 60. En el año 2012, alrededor del 6% de los jóvenes norteamericanos desarrollaron problemas graves de salud mental (neurosis, psicosis, psicopatías) pero en el 2015 el índice superó el 8% y sigue subiendo. Es decir, casi uno de cada 10 jóvenes en nuestro país padece de una enfermedad mental o de una discapacidad emocional, que al igual que en los adultos, significa una pérdida seria de funcionalidad, sea para estudiar, trabajar, desarrollar las actividades de la vida cotidiana, o la vida de relación.
Decía algún filósofo decimonónico: “vivir es convivir”. Los esquimales ancianos que ya no podían contribuir a la supervivencia de su familia y su clan, mayormente porque ya no tenían dientes y no podían masticar la piel de las focas con las que hacían múltiples enseres y herramientas, se retiraban, siguiendo la tradición ancestral, a morir en soledad. Asimismo, terminó sus días en la Tierra el descabellado monstruo creado por el doctor Víctor Frankenstein, quien, huérfano de amor y de pareja, se interna en un Ártico inclemente en el que la brillante joven escritora Mary Shelley le dará fin a su romántica historia. En la religión vudú, tanto en África como en Haití, la soledad y el desafecto social son las herramientas psicológicas con las que el brujo, en realidad el sacerdote, de una comunidad le echa la maldición a su víctima; ésta morirá de estrés intenso como bien lo comprobara el antropólogo francés Alfred Metraux en su nutrido análisis de la religión vudú, Le Vodú Haitian. Cuando el sacerdote decide liquidar a alguien deja señales inequívocas de su enojo, típicamente muñecos de paja o barro que simbolizan la víctima; con ellos le avisa al condenado y a su familia, a modo de primitivo correo electrónico condenatorio, que ya no es bienvenido en la comunidad y el “maldito” muere por desprecio social ya que todos los miembros de la tribu y hasta su propia familia lo abandonan.
En todas las culturas el desafecto familiar y social produce depresión y un mundo de decisiones desafortunadas incluyendo la autoagresión y la agresión contra terceros, y una paralización del funcionamiento biopsíquico, a veces hasta producir la muerte. En poblaciones donde la privacidad, por razones culturales, y la distancia, por razones ambientales, son manifiestas, el desánimo, es decir “la falta de alma”, el descorazonamiento, y la desesperación, es decir la falta de esperanza, deterioran la mente, afectan el cuerpo y reducen el deseo de vivir.
Si analizamos cuáles son las diferencias más grandes entre la sociedad norteamericana de los años 60 y la actual, me permito señalarle tres: la tecnología ciega, el capitalismo salvaje, y el individualismo acérrimo. Los tres llevan a la persona a un ensimismamiento tóxico que nada tiene que ver con el que filósofos y ascetas trataban de ahondar en su pensamiento y en su búsqueda, a veces paciente y a veces dolorosa, de la verdad. Lo de estos nuevos personajes es desde ellos, por ellos y para ellos, haciendo un uso tan ridículo como patético de los medios electrónicos y el nuevo supuesto lenguaje supremo de comunicación, Facebook, Twitter, Instagram, y demás artilugios electrónicos para auto-pronunciarse, auto-ensalzarse y auto-acreditarse, los más de ellos, compensando carencias afectivas y vacíos intelectuales y morales como se barniza ingenuamente un tablón de madera que está semipodrido. De comunicación real, cara cara, persona a persona, nada. Interés por los demás, ninguno. Salud mental, pobre.
Del mismo modo, la combinación maleficente de la teoría económica capitalista y un individualismo rampante llevan a lo que testimoniamos en el mundo actual: la medida del valor de la persona es su acreencia económica, lo que importa no es producir algo sino generar pingües ganancias trimestrales, los capitales buscando su mayor provecho, aunque eso signifique descuartizar y desguazar a un país entero y sumergir en la pobreza más abyecta a millones de personas. Estas combinaciones de individualismo, tecnología y capitalismo salvaje se hacen aún más graves y ominosas toda vez que el barniz que cubre su podredumbre esconde lo dicho; empresarios ricos con empresas pobres, capitalismos exitosos trepando sobre las espaldas de millones de asalariados que apenas pueden sostenerse en pie, gente que cree que tiene vínculos sociales solamente basados en tweets y mensajes electrónicos donde el componente humano real está tan ausente como su empatía. Ya lo decía muy bien uno de los científicos más brillantes en la historia moderna, sino el que más, Albert Einstein: “La perfección de medios y la confusión de objetivos parecen, en mi opinión, caracterizar nuestra era”
Posiblemente usted tenga muchas otras razones en mente para explicar el deterioro psicosocial de las últimas décadas y, probablemente, tenga razón. El incremento en el uso de drogas en la población, ésta que su paso destruye ciegamente a personas, familias y países enteros, puede ser otra de las grandes razones para el malestar actual, así como el progresivo desprecio y desinterés por nuestros ancianos, fuentes tradicionales de saber, mesura y reflexión.
Usted dirá.
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor de postgrado de la Universidad de Long Island. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.