Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

Mientras padres y educadores están distraídos con sus propios desafíos, tensiones y problemas, niños, púberes y adolescentes van llevando adelante como mejor pueden estos años capitales para el desarrollo de la personalidad, algunos a fuerza de aprender dolorosamente de sus errores, otros “a los ponchazos,” y otros más, flotando apenas sobre un mar de angustia y depresión. Así fue el caso de N. P., un joven hispano americano de apenas 11 años quien, a raíz de la creciente emergencia económica de su familia, tuvo que mudarse de barrio y asistir a una escuela donde la pobreza se alía con la hostilidad y la ignorancia. Su maestra, según relata el joven en una de sus sesiones terapéuticas, era una mujer amarga que pasaba el día escolar profiriendo amenazas por doquier mientras se angustiaba por lo que sería de su futuro si estos chicos “maleducados” y “estúpidos” no lograban las notas suficientes en los test de la ciudad, mismos que tan injusta y caprichosamente determinaban hasta hace muy poco tiempo si los educadores eran buenos o malos ante los ojos de directores presionados por las mismas políticas insanas de un sistema escolar que pide mucho y brinda poco.

Los padres de N. P., admitieron que a la maestra se le fue la mano cuando amenazó a su hijo con llamar al guardia de seguridad y retirarlo por la fuerza de la clase, ya que “no se quedaba quieto” ni le obedecía como ella esperaba. Lo que siguió fue aún más penoso: es guardia llegó vociferando al aula, y como N. P. se inquietó todavía más ante su presencia amenazadora, le puso unas esposas y lo retiró a empujones del salón. Misma escuela donde el entrenador deportivo, otro adulto neurotizado que se la pasaba gritando a los niños que no eran “campeones” en nada, ofendía al muchacho delante de toda la clase hasta que N. P. no pudo más y se retiró del gimnasio sin su permiso. La respuesta de los padres no se hizo esperar: no más televisión (OK), no más video-juegos (OK), no más salir a jugar con sus pocos amigos del barrio (no OK), e ir a la cama a las 8 de la noche (no OK) porque es “malo e insolente” (no OK) y no le dirigieron la palabra hasta que pidió perdón al coach, a la maestra, y a ellos (¡tres veces no OK!).

Si lo que pretendían estos padres, seguramente bien intencionados como poco educados en optimizar la relación con sus hijos, era que N. P. se sintiera aún más deprimido, desvalorizado y angustiado, pues iban bien. Pero si la idea era ayudarlo a transitar la crisis adaptativa que sufría vicariamente con su familia, y los conflictos socioemocionales que hacen del desarrollo infanto-juvenil un proceso cada vez más complejo y delicado, multiplicado por mil por la pandemia Covid, debieron tener en cuenta lo siguiente:

  1. los cambios neurológicos, fisiológicos y madurativos de niños y jóvenes son, en sí mismos, un desafío al equilibrio emocional y conductual, y requieren de parte de los adultos (padres, maestros, educadores, entrenadores, vigilantes) toda la paciencia, inteligencia, cariño y sentido común que se espera de ellos y que se les debe reclamar;
  2. los cambios familiares y ambientales, especialmente si son “para peor”, generan en ambos, jóvenes y adultos, pensamientos de preocupación y frustración, sentimientos de pérdida, angustia, irritabilidad y depresión, además de conductas “atípicas” que, en los menores, pasan a veces por el desafío, la desatención o la confrontación;
  3. los adultos, supuestamente, tienen un cerebro y capacidades adaptativas ya desarrolladas, mientras que los menores todavía están desplegando funciones como el sentido común, el juicio crítico, el análisis más acabado de acciones y consecuencias, y aun no logran un gobierno adecuado de sus cuerpos, mentes, y conductas;
  4. en la enorme mayoría de los casos, se cumple esta regla de oro: “agresión permitida es agresión disminuida; agresión reprimida es agresión aumentada”. Si queremos resultados conductuales positivos, los escalamientos verbales, el arrinconar a un joven, el desafiarlo y ofenderlo públicamente, son recetas para el desastre;
  5. la mayoría de niños y jóvenes “actúan” su angustia y depresión, es decir, en vez de verlos aislados y apagados como muchos adultos, notaremos conductas atípicas en las que la inquietud postural y el desafío (especialmente a figuras rígidas de autoridad) solo expresan lo mismo de otra manera;
  6. si a los adultos nos cuesta a veces vivir, sobrevivir, convivir y trascender, ¿por qué hemos de creer que para los niños y jóvenes es algo más fácil, o que ellos no se dan cuenta de las tensiones y problemas familiares y ambientales que nos afectan, incluyendo la emergencia Covid que nos abarca a todos? Todo lo contrario, ellos comparten, con las manos atadas, las dichas y desdichas del hogar y todas las turbulencias de la vida, en especial, las traumáticas. Aunque soy plenamente consciente de los incesantes avatares y desasosiegos de la vida adulta, es precisamente en los tiempos de crisis cuando nuestros menores más nos necesitan.

Obviamente, la lista puede seguir ad infinitum. Mi punto es que cuando nos frustra la conducta de N. P., ¡oh casualidad! “justo ahora que tenemos tantos problemas”, o la de la hija adolescente de X. P., quien acaba de comenzar la universidad con un padre en la cárcel y una madre que engrosa las filas de los llamados “working poor”, es decir, los que trabajan tan arduamente como usted y yo, pero por centavos, y quien protesta porque llega a Albany con ropa vieja, $80 en el bolsillo, y la madre gritándole que “es una desagradecida y que desde ahora se arregle sola”, acordémonos de las tres preguntas mágicas:

  • ¿Cuántos años tiene nuestro hijo/a?
  • ¿Cuántos años tenemos nosotros?
  • ¿Quién es, entonces, el adulto?

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan, y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.