por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

Algunas voces se levantan, a veces en coro, otras en alaridos singulares cual aullidos lobunos, protestando por lo que ellos llaman la desacralización de monumentos históricos en los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Bélgica y tantos otros países en los que negreros, traficantes de esclavos, racistas y personeros del odio, la avaricia y la discriminación, llenaron las arcas de sus familias, reinos y naciones con el deleznable comercio de seres humanos. Recibieron a cambio panegíricos, bendiciones, títulos nobiliarios, dominio sobre tierras y hombres, odas, estatuas, parques, universidades y edificios con su nombre porque, hoy como ayer, no hay cosa más poderosa que el dinero ni valor más eximio que la riqueza. A menos que uno sea un Mohandas Gandhi, un Nelson Mandela, una Madre Teresa, un San Francisco de Asís, un Manuel Belgrano, un Don Bosco, el doctor Albert Schweitzer, el Abate Pierre o alguna de las poquísimas figuras que son ejemplos monumentales de lo mejor de la condición humana y paradigmas de moralidad y cuyas esfinges, espero, están a buen resguardo.

Una avalancha de británicos indignados escribió la palabra “racista” en el monumento al primer ministro inglés Sir Winston Churchill (¡y claro que este protestón maniaco-depresivo lo era!) y otra en nuestro país presionó hasta lograr la remoción de la estatua del presidente Theodore Roosevelt de la entrada al Museo Americano de Historia Natural, entidad que lo aplaudió por su visionario conservacionismo y la creación de parque nacionales que son un bellísimo tesoro de los Estados Unidos, pero le hizo la vista gorda a la criminal expulsión de indígenas de aquellos territorios para que pasaran al dominio federal. Otro “prohombre” cuya imagen está salpicada por su condonación a los linchamientos de morenos en el Sur y por sangre cubana, filipina, panameña, dominicana y de donde su osadía y visceral atrevimiento lo llevaron, supuestamente, a engrandecer a una América invasiva bajo su doctrina “del gran garrote”; un país que hoy revisa la calidad moral de sus próceres y encuentra que la enorme mayoría de ellos tenían falencias morales gravísimas, una sombra larga y siniestra, y dobles discursos ya inaceptables.

La cuarta parte de los presidentes de los Estados Unidos eran dueños de esclavos, incluyendo los 600 que nuestro tercer presidente, Thomas Jefferson, eximio escritor, filósofo, adalid de la libertad “a la francesa” y autor principal de la Declaración de la Independencia manejaba con dicotómica astucia y escindida moralidad. Cayó la estatua de Cecil Rhodes, paladín de la política imperialista británica, por la cual Zimbabue, el país africano, llevaba antes el nombre de Rhodesia, aplaudiendo con descaro su comercio vil. Sierras, martillos y sogas derribaron las esfinges de traidores a la patria norteamericana, como esos generales confederados, en su mayoría beodos, que mataron a miles de sus compatriotas para sostener los privilegios de un centenar de dueños de plantaciones de algodón y tabaco en los que los negros traídos a punta de lazo y pistola labraban sus tierras… gratis. Destruyeron en Europa la estatua del rey de Bélgica, Leopoldo II, ladrón y bandolero cuya explotación del Congo produjo millones de muertos, el desprecio de sus propios súbditos y de la mayoría de las casas reales de principios del siglo XX, y dejó a aquel país en emergencia por una centuria.

Cayó, y no sin refriegas ni peleas, la esfinge de don Juan de Oñate, un conquistador español cruel y perverso como pocos, tanto así que la Corona Española lo expulsó de las tierras americanas donde inyectó con violencia el nuevo orden que traían la espada y la cruz –mixturadas en imposible alianza– a Florida, Nuevo México, Texas, Arizona y California. ¿Cristóbal Colón, valiente navegante y explorador que integró dos continentes antes apenas vinculados? ¿O Cristóbal Colón, el que abrió la puerta a la esclavitud de indígenas y la dominación monárquica sobre las naciones precolombinas? Ganó la segunda interpretación y varias de sus estatuas conmemorativas terminaron en el agua o en el fango, a pesar que se erigieron como compensación para una inmigración italiana envenenada por los mismos frutos amargos del racismo y la discriminación que también tragaron a la fuerza irlandeses, chinos, japoneses y mexicanos.

Tambaleó el bronce ecuestre del presidente Andrew Jackson, otro racista y negrero cuya cara todavía tenemos el disgusto de ver cada vez que usamos un billete de 20 dólares, responsable de la homicida reubicación forzada –ethnic cleansing– de las naciones indígenas en el triste “Sendero de Lágrimas” que en 1830 acabó con un tercio de la población nativa de la época, obligando su marcha a través de 5.000 millas. Y hablando de billetes, ¿qué podemos decir de George Washington? Como mencioné más de una vez y hasta en este mismo medio, la diferencia fundamental entre los padres de la patria norteamericana y Argentina, es que George Washington tenía alrededor de 250 esclavos y Don José de San Martín ninguno…

Es cierto que todos, usted y yo, seres humanos con cualidades y falencias, cometemos errores, omisiones, y a veces no somos del todo conscientes de los huecos morales que nos corroen. Sin embargo, la esclavitud fue, es y será una de las conductas humanas más aberrantes que haya concebido la especie, hayan sido sus perpetradores faraones egipcios, césares romanos, califas musulmanes, príncipes y reyes de todas partes del planeta, saqueadores de espacios, bienes y vientres ajenos o los que hoy –más discretamente pero con igual desprecio por la vida humana– esclavizan hombres, mujeres y niños, en innobles empresas en Asia, África y Latinoamérica, o los que en nuestra moderna sociedad pagan sueldos de hambre a una masa obligada a trabajar en sistemas de explotación agrícola, industrial o tecnológica por dos pinches centavos; familias que apenas subsisten con lo mínimo para saciar el pantagruélico apetito de sus amos, aun en naciones que se dicen “democráticas” con un cinismo total y cuyos sistemas de justicia tienen más agujeros que un queso Gruyère y apestan más que las fosas en donde los pobres del mundo son enterrados con pandémico desparpajo.

Aunque no condono ningún hecho de violencia innecesario, entiendo la indignación no sólo de minorías afroamericanas, latinas (si prefiere, Latinx), asiáticas, nativas, o de cualquier otra etnia, cuando deben verle la cara día tras días a personajes que han destruido sus culturas, esclavizado a sus familiares y asesinado a sus ancestros, y que todavía hacen una mueca de burla y desdén al mejor estilo Trumpiano cuando ellos pretenden al menos un nivel simbólico de reparación y justicia. Deberían llamarse a reflexión, estudiar Historia, y deshacerse de las imágenes conmemorativas de estos déspotas, como más de un historiador lo ha recomendado, reubicándolas en el salón más oscuro de los museos y con notas o documentación gráfica o electrónica que le explique al público, especialmente a la generaciones emergentes, el por qué esas figuras han sido puestas en la última trastienda, atendiendo (o temiendo) el clamor popular y respetando la dignidad humana siquiera pour la gallérie.

Probablemente hizo falta la convergencia de una serie ignominiosa de “accidentes” y agresiones policiales, una pandemia que nos tiene acuartelados por varios meses, y un primer mandatario que goza en lanzar comentarios hirientes y descalificadores a troche y moche con inigualable analidad expulsiva para que miles de norteamericanos salieran de su perezoso letargo y, al mejor estilo de  los 60 y 70, tomaran las calles, levantaran barricadas y exigieran a grito pelado lo que debieron haber sido acciones reparadoras desde hace décadas, no solo simbólicas como el deshacerse de una estatua o una bandera sino además acciones concretas que, una vez que se aplaque esta efervescencia nacional, dejen un legado de legislaciones y normas que protejan a los estratos más ignorados y lastimados de nuestra sociedad. Por eso titulé mi comentario: “Tarde cantó el gallo”, aunque en buen criollo agrego: “Más vale tarde que nunca

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.