Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*
Papillón
La granja había quedado atrás hacía largo tiempo, allí donde todas las opciones eran posibles y el porvenir un fruto virginal sin saborear. Podríamos haber elegido cualquiera de los puntos cardinales, pero, por alguna razón misteriosa más allá de nuestra voluntad y entendimiento, tú y yo elegimos el norte. Quizás por su perenne asociación con el futuro, con lo que está por llegar, con un mejor destino. Pero ahora estábamos los dos allí, en el medio de un mar de bosques salpicados de valles y prados que hospedaban viñedos desde hacía trescientos años gracias a su perfecta combinación de agua, calor, naturaleza generosa y humana paciencia; algunos más fértiles que otros y muchos de ellos adornados por flores silvestres caprichosamente dispuestas y retamas de un amarillo tan vibrante que excitaban la vista, cayendo en cascadas voluptuosas desde las alturas, donde las nubes siempre le regalan un beso húmedo a la cima silente de la montaña.
Por qué nos detuvimos precisamente allí, también fue un misterio, pero había en el aire un vapor, no, un olor de reminiscencias tan añejas como los castillos centenarios que nos contemplaban desde lo alto. Casi se percibía el canto de algún trovador ofreciendo su arte por un plato de comida y, alguna que otra vez, robando el corazón de una doncella. Seguíamos el curso de arroyos y riachos que habían horadado tierras y murallas durante setecientos años de su orfandad señorial. Ambos, castillos y lores, nos recordaban que el tesoro más grande de la vida es el tiempo y que la historia es una serie inagotable de sueños fenecidos. En ese lugar del tiempo y del espacio, en Languedoc, parecía que ninguno de los dos quería seguir adelante, cansados ya de galopar, nuestros cuerpos fustigados por arbustos malévolos que se resistían a nuestra marcha laboriosa montaña arriba, flagelándonos como a los compungidos cristianos que andaban por estas tierras occitanas durante el Medioevo, buscando refugio de la astucia traicionera de Roma y de la ambición distante de París.
Las rutas se transformaron en senderos y éstos en pasajes apenas adivinados por bestias y por hombres. ¿Y ahora qué? ¿Existía algo más allá de la oscuridad de ese bosque? Podíamos devolvernos por el mismo camino o avezarnos hacia la incertidumbre. La travesía se había transformado en una clara metáfora de la vida: A veces diáfana y exhilarante, otras, sombría y dolorosa, por momentos cómoda y gentil, y en otros, demandante, tenebrosa… Como tu instinto no me dijo nada fui yo quien tomó la decisión de continuar la marcha. Y así, mi caballo Papillón y yo salimos de las sombras, aún rumbo al norte.
Tornado
Entre montañas y valles, peregrino, me asombra una naturaleza radiante y hechicera que me hace dejar atrás rutinas y memorias que me han tenido adormecido por demasiado tiempo. Paso a paso, marcho sabiendo que el destino final –arribar a la Catedral de Santiago de Compostela en Galicia– es menos importante que este periplo lleno de silencios y congoja corporal. Al agotamiento lo atemperan el fresco aroma de los bosques de eucaliptos y la majestuosa fuerza de los robles gallegos. Los peregrinos van permutando, ineludiblemente, zapatillas por jamón serrano, botas por pan recién horneado, lonjas de piel cortada por pulpos y mejillones, penuria física por una esperanza que se hace cada vez más palpable a pesar que el diálogo interno te dice a veces que ya no puedes más.
Pero hay más. Hay caminantes solitarios y en grupo, devotos y ateos, simpáticos y fastidiosos, charlistas y herméticos, jóvenes que marchan a paso firme y viejos que han aprendido el arte de la paciencia; ciclistas y otros atrevidos como yo, que escribo esto luego de seis valientes días a caballo, cada uno de los cuales recuerda mi trasero con penosa intensidad. Pero no importa, a los peregrinos del Camino de Santiago los hermana ese deseo de andar y de llegar, de compartir la marcha con desconocidos o refugiarse en una soledad mansa que se parece mucho a la paz.
Los mojones van reportando kilometrajes, los pocos hechos y los muchos pendientes, marcados por conchas amarillas o flechas del mismo color que parecen hablarnos: adelante, por allí, sube esa colina, no temas, no cejes, distrae tu cansancio con las fragancias del camino, con la belleza de flores multicolores que adornan prados y veredas con un frescor serrano; mira a ese otro peregrino que está más agotado que tú y sin embargo sigue adelante. Así mismo lo hicieron los devotos que trajeron los restos del decapitado apóstol Santiago desde Judea en tiempos remotos, descubiertos en el año 813 de la Era Cristiana en esta Galicia de indubitable fe y franca simpatía.
En la Edad Media, más de 500.000 peregrinos arribaban aquí cada año desde toda Europa para postrarse ante el pescador galileo convertido en fiel apóstol de Jesucristo, cruzando los Pirineos por Roncesvalles o por el paso de Somport. El lugar más sagrado de la Cristiandad, luego de Jerusalén y Roma, es el que hospeda hoy mi abatida anatomía y a este caballo fiel que me ha traído a paso, a trote y a galope, gallardo como buen español y veloz como su nombre: “Tornado”. Y si alguna vez transitas los senderos de Santiago, como lo hacen 2 millones y medio de peregrinos cada año, te deseo, viajero, un “¡buen camino!”
*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor de postgrado de la Universidad de Long Island. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.
Compostela
De Santiago en Compostela
yacen los restos mortales
que la Cristiandad tutela
desde tiempos ancestrales.
Millones de peregrinos
viajan días y semanas
por este largo camino
hasta la Compostelana.
Esas flechas amarillas
van indicando el sendero
que cruza prados y villas
bajo un cielo azul sereno.
Pescador puro y valiente,
apóstol decapitado,
marchaste del Medio Oriente
y en España has recalado.
Tu humilde toga y sombrero
fue tu ropaje modesto
aunque bebiste, el primero,
del cáliz de tu Maestro.
Santiago de Compostela,
modelo de Cristiandad,
dame esa fuerza serena
para mi sendero andar.