Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*

Compartía con ustedes en algún artículo anterior en este mismo medio que en la religión vudú, tanto en África Occidental como en Haití, la soledad y el desafecto social son las herramientas psicológicas con las que el brujo –el sacerdote– de una comunidad le echa la maldición a su víctima; ésta morirá de estrés intenso como bien lo comprobara el antropólogo francés Alfred Metraux en su nutrido análisis de la religión vudú, Le Vodú Haitian. Cuando el sacerdote decide liquidar a alguien, deja señales inequívocas de su enojo, típicamente, muñecos de paja o de barro que simbolizan a la víctima; con ellos le avisa al condenado y a su familia, a modo de primitivo correo electrónico condenatorio, que ya no es bienvenido en la comunidad y el “maldito” muere por desprecio social ya que todos los miembros de la tribu y hasta su familia más cercana lo abandonan.

En opinión del neuropsicólogo Prescott, allí donde se deja florecer el afecto físico casi no existen comportamientos antisociales como el hurto, la envidia malsana, el homicidio y el menosprecio hacia las mujeres por su condición de tales. Paradójicamente, en las comunidades que apelan al castigo físico desde la temprana infancia o son represivas de la manifestación de los afectos, nacen las formas de culto más organizadas, el estatus sacerdotal y la creencia más fortalecida en la intervención de uno o varios seres sobrenaturales en su devenir diario, pero la violencia, lejos de reducirse se incrementa.

Sin el dramatismo chamánico de la maldición vudú, y desde el punto de vista psicosocial, millones de seres humanos se ven afectados, sin darse cuenta, por el impacto profundo y pernicioso que causa el abandono emocional. Ejemplos de este fenómeno que nada tiene de mágico y todo de psicológico es el deterioro del organismo del anciano que es relegado, ignorado, desinvitado de la fiesta de la vida precisamente por su senilidad o sus limitaciones físicas. De esto mismo se tratan tantos casos en los que el anciano enfermo se deja morir cuando sus familiares ya no lo visitan el hospital o en el hogar en el que, justamente, se lo ha abandonado a su suerte, como diciéndole sin palabras: “ya es hora de que te vayas; eres más un estorbo que otra cosa”. Y esta conexión de sistemas psicofísicos que llamamos “personalidad” obedece a estos mensajes tanto o más poderosos que la maldición que el brujo africano o haitiano ha arrojado sobre su víctima. Seguir viviendo sin la aceptación, en interés, el cariño de nuestros seres queridos se transforma en una tarea monumental, especialmente para quienes han estado acostumbrados a recibir estas dosis vitales de atención y afecto que son tan imprescindibles como el aire que respiramos y que cuando se extinguen, acaban también con el deseo de vivir. Por eso no canso de repetir que prestar atención es dar afecto; o como decía el filósofo Max Weber: “Vivir es convivir” y los existencialistas: “el ser es un ser-en-el-mundo”.

Nadie vive solitariamente al menos de modo permanente y sin dañar la estructura y fisiología de la personalidad hasta la patología profunda o la muerte. Para el existencialismo, existir es estar en el mundo y relacionarse con las cosas circundantes y con otros seres. Pero no se trata simplemente de estar entre las cosas, de ser-en-el-mundo, sino de dirigirse hacia ellas e interaccionar con ellas. Esta actitud vital los existencialistas la denominan trascendencia, es decir, salir de la propia conciencia para dirigirse hacia el mundo y vincularse con él. El hombre está entre las otras cosas y se emparenta de una manera activa, cuida las cosas, se ocupa de ellas, desarrolla un conjunto de relaciones vinculantes entre sí y respecto al hombre. Así se constituye ese espacio humano del mundo y en-el-mundo, sostenido en soportes afectivos que lo hacen posible, que lo hacen vivo: afecto, solidaridad, atención hacia el otro, sentir que nos importan y que les importamos.

Lo mismo advierto en el caso de tantos jóvenes cuyos padres, por ignorancia, por ambición desmedida, o porque repiten la orfandad de afectos que han heredado de sus progenitores, se desvinculan de sus hijos excepto en brindarles techo y comida, pero con ausencias afectivas tan hondas y dolorosas que esos jóvenes se entregan a toda clase de recursos para llamarles la atención, por ejemplo, cayendo en accidentes impensados, en el uso de drogas y alcohol, en conductas que tratan de romper con desesperación ese muro invisible que lee: “tú no me importas demasiado”, clamando por la presencia de ese padre o madre ausentes, agonía que puede acabar con sus vidas en un tris… Cuando pensamos que estas brujerías y maldiciones no existen en nuestras sociedades modernas nos equivocamos meridianamente. El abandono emocional es tan real y poderoso como en aquéllas, aunque la falta de un folklore plagado de diosas y dioses macabros, de un panteón ornado de velas, sables y osamentas que hacen una referencia casi infantil a su supuesto poder, torna menos evidente la misma patología, ya sin rituales.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de postgrado. Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de Asesoramiento en Salud de North Manhattan y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights, Queens.